diumenge, 5 d’octubre del 2025

 

SALMO 116: 1, 2

“Amo al Señor porque ha oído mi voz y mis súplicas, porque ha inclinado a mí su oído, por tanto, le invocaré en todos mis días”

¡Qué distancia extrema separa a Dios de la idolatría! “Los ídolos de ellos son plata y oro, obra de manos de hombres. Tienen boca, pero no hablan; tienen ojos pero no ven; orejas tienen, pero no oyen; tienen narices, pero no huelen; manos tienen pero no palpan; tienen pies, pero no andan; no habla con su garganta. Semejantes a ellos son los que los hacen, y cualquiera que confía en ellos” (Salmo 105: 4-8).

¿Qué  tienen de atractivo los ídolos que se los adorna con gran esplendor en catedrales, iglesias, santuarios? Moisés en su cántico, refiriéndose a la idolatría en que había caído Israel, escribe: “Le despertaron a celos con dioses ajenos, le provocaron a ira con abominaciones. Sacrificaron a los demonios, no a Dios” (Deuteronomio 32: 16, 17). Se justifica la idolatría diciendo que no se adora a la imagen sino a quien la imagen representa. El texto de Deuteronomio citado afirma categóricamente que lo que se esconde detrás del ídolo es Satanás. Cierto que la idolatría cristiana no es grosera como la que Moisés denuncia. Pero no deja de ser idolatría. La mona aun cuando se vista de seda, mona se queda. La idolatría cristiana representa a sus santos y vírgenes con aspecto dulce y afable, pero sigue provocando a ira a Dios con sus abominaciones, porque detrás de la imagen dulce y afable del santo y de la virgen, agazapado, se esconde Satanás que por ser homicida des del principio mata espiritualmente a sus adoradores porque los aparta de Jesús que es la vida eterna.


 

SALMO 102: 11

“Mis días son como sombra que se va, y me he secado como hierba”

El ser humano se cree muy listo, pero no entiende “que el Señor es Dios. Que Él nos hizo y no nosotros  a nosotros mismos” (Salmo 100: 3). Ignorar esta verdad impide que el hombre tenga un verdadero conocimiento de sí mismo. Ello le crea una inseguridad que le impulsa a especular sobre su presente y su futuro. Se parece a un aprendiz de funámbulo que vacila al recorrer el cable y necesita la red protectora para que si se cae no se rompa los huesos. Siente miedo de caer al vacío. La persona que no cree que es Dios quien la ha hecho y que es el resultado de la evolución, tiene miedo a la muerte, no solo por el dolor que pueda causarle la enfermedad, sino por la duda de lo que hay al final del túnel.

La muerte no ha existido siempre. Es un intruso que se introdujo en el hombre en el momento que Adán pecó al comer el fruto del árbol prohibido. De ahí la importancia de creer en Jesús porque Él da vida eterna a quienes creen en Él como Señor y Salvador. La fe en Jesús abre los ojos a la realidad.  Confía en Jesús que le creó y le salvó. Como funámbulo experto transita sobre el alambre de la vida sin vacilar. Fuera de Cristo el hombre no entiende que es nada más que un respiro. Que es un analfabeto respecto a qué es ser humano. La persona que vive en la opulencia rodeada de honores, si Cristo y si esperanza, “es semejante a las bestias que perecen” (Salmo 49: 12b).

El creyente en Cristo que reconoce su insignificancia, le pide a Dios: “Hazme saber, Señor mi fin, y cuánta es la medida de mis días, sepa yo cuán frágil soy. He aquí diste a mis días término corto, y mi edad  es como nada delante de ti, ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive. Ciertamente como una sombra es el hombre, ciertamente  como una sombra es el hombre, ciertamente en vano se afana, amontona riquezas y no sabe quién las recogerá”. El salmista que no es un incrédulo, en su poema escribe: “Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti” (Salmo 39: 4- 7).

Para el creyente en Cristo su presencia es este mundo tiene sentido. Tiene un gran valor ante los ojos de Dios  le ha amado de tal manera  que ha dado  su Hijo unigénito para que no muera sino tenga vida eterna (Juan 3. 16). En Cristo la muerte de los creyentes no es como la de las bestias: “Estimada es a los ojos del Señor la muerte de sus santos” (Salmo 116: 15). Ilustra el amor que Dios siente por los creyentes   en Cristo la muerte del mendigo Lázaro. He aquí como la describe Jesús en la parábola: “Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham” (Lucas 16: 22). Tal vez su cuerpo fue abandonado sin honores en un estercolero, pero su alma “fue llevada por los ángeles al seno de Abraham”. Su cuerpo fue abandonado como si fuese el de un animal, pero su espíritu fue conducido por ángeles con todos los honores ante la presencia del Padre celestial. 

 

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