diumenge, 18 de maig del 2025

 

LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

La toxicidad desestabiliza las relaciones

El autor de “De tóxicos” comienza así su escrito: “¿Qué hacemos con los que dan buenos resultados, pero son malas personas? Cumplen sus objetivos a veces con creces pero a veces derraman su sinceridad de manera interesada. Siembran agravios comparativos. Se rodean de víctimas propicias a su verborrea que rezuma superioridad moral. ¿Qué hacemos con los tóxicos que dan resultados?”

El 10/04/2025, en un encuentro en la Escuela del Trabajo de Lleida, en la nota de prensa el periodista S. Costa D. destaca en el título de su escrito: “Es más importante tener buena actitud que un buen currículo”. La selección de personal sea en el campo que sea siempre es un hueso duro de roer.

Los israelitas no estaban contentos  con el gobierno de los Jueces. Querían un rey como tenían las naciones vecinas. En el escenario público aparece Saúl: “Joven y hermoso. Entre los hijos de Israel  no había otro más hermoso que él, de hombros arriba sobrepasaba a cualquiera del pueblo” (1 Samuel 9: 2). En el momento de proclamar a Saúl como rey de Israel, el profeta Samuel se dirigió al pueblo con estas palabras:”¿Habéis visto al que ha elegido el Señor, que no hay semejante a él en todo el pueblo? Y todo el pueblo gritó viva el rey” (1 Samuel 10: 24). La esperanza depositada en él pronto se desvaneció. Fue un fracaso aquel joven “que no hay semejante a él en todo el pueblo”. Los condujo al desastre más ignominioso. Se tiene que buscar un nuevo monarca. El Señor le dice al profeta Samuel: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para que no reine sobre Israel?” (1 Samuel 16: 1a). Añade el Señor: “Llena tu cuerno de aceite, y ven, te enviaré a Isaí de Belén, porque de sus hijos me he provisto de rey” (16: 1b). Dicho y hecho. El profeta se dirige a Belén. Al llegar al pueblo y ver a Eliab, primogénito de Isaí, Samuel se dijo: “De cierto delante del Señor está su ungido” (v. 6). El Señor tiene que corregir a su profeta, diciéndole: “El Señor no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón” (v. 7). Las apariencias engañan. Todos los hijos de Isaí que estaban en Belén en aquel momento son rechazados. Ninguno de ellos puede ser ungido como nuevo rey de Israel. Ante el fracaso, Samuel le dice a Isaí: “¿Son estos todos tus hijos? (v. 11a). El padre respondió: “Queda aún el menor, que apacienta las ovejas” (v.11b). Isaí mandó a buscarlo. El texto describe al adolescente: “Era rubio, hermoso de ojos, y de buen parecer” (v. 12a). Entonces el Señor le dijo a Samuel: “Levántate y úngelo, porque éste es” (v. 12b). El Señor examina y prueba los corazones. En cumplimiento de la orden recibida el profeta unge a David  como nuevo rey de Israel en sustitución del desechado Saúl (v. 13). A pesar de que el Espíritu del Señor vino sobre David (v. 13). David no perdió la condición de pecador, pero fue “un varón conforme al corazón  del Señor (1 Samuel 13: 14).

Indiscutiblemente, hoy la elección de personas  para tareas específicas como lo fue en el caso de David no puede repetirse. Disponemos de herramientas para escoger personas de manera más precisas de cómo normalmente se hace. Las apariencias engañan. La toxicidad en las relaciones no se encentra limitada en el ámbito empresarial. Se extiende por todas partes: en el deportivo, escolar, político, familiar, religioso…El ser humano se encuentre dónde se encuentre arrastra consigo la toxicidad de su pecado. Guste o no guste, la toxicidad humana es la consecuencia del pecado que hemos heredado de Adán. Si en verdad estamos interesados en desprendernos de la toxicidad que tanto daño ocasiona no tenemos más remedio que deshacernos del pecado que nos asedia.

El Creador finaliza su obra creativa se sentó debajo de la sombra refrescante de un frondoso árbol y, tal como lo hace un artista para contemplar su obra recién terminada. “Y vio que todo lo que había hecho era bueno en gran manera” (Génesis 1: 31).

Dios instaló a Adán en el jardín de Edén para que lo labrara y lo cuidara (Génesis 2: 18). Todos los frutos del huerto estaban a su libre disposición, “más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas ciertamente morirás” (2: 17). Adán comió y en un abrir y cerrar de ojos, y en un mundo excelentemente bueno apareció la maldad. Nos quejamos mucho de la toxicidad humana porque nos perjudica pero no movemos ni un dedo para descubrir qué la causa. Si nos importa el problema, por narices tenemos que examinar los tres primeros capítulos de Génesis que hablan de nuestros orígenes. De entrada rebaten las tesis evolucionistas que enseñan que el hombre procede de diversas familias de primates que independientemente    las unas de las otras, en el transcurso de millones de años evolucionaron hasta convertirse en homo sapiens. Lo que los evolucionistas no pueden explicar es: Si los primates evolucionaron a homo sapiens en lugares distintos, independientemente los unos de los otros ¿cómo es  que todos sin excepción estemos manchados por la toxicidad del pecado? Cuando el Señor recrimina a Adán y Eva por su desobediencia se sacuden las pulgas acusándose mutuamente: Adán intenta exculparse acusando a Eva: “La mujer que me diste por compañera me dió del árbol, y yo comí” (Génesis 3: 12). Cuando el Creador se dirige a Eva diciéndole: “¿Qué es lo que has hecho?” (v. 13), se sacude las pulgas diciéndole: “La serpiente me engañó, y comí” (v. 13). No reconocer el pecado no convierte en inocente el culpable. Ambos, Adán y Eva no quisieron reconocer su infracción, pero no pudieron evitar las consecuencias de su desobediencia: “Conocieron que estaban desnudos, y entonces cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales” (3: 7). Se escondieron de la presencia de Dios (3: 8). En su misericordia, Dios, simbólicamente, les enseña cómo pueden liberarse de la toxicidad del pecado: “Y el Señor hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, los vistió” (v. 21). Más claro que el agua: “Sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Hechos 9: 22). Juan el Bautista señalando a Jesús dijo a la multitud: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1: 29). El proceso de desintoxicación del pecado se inicia en el instante en que uno cree que Jesús es su Salvador.

Octavi Pereña Cortina

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