HECHOS 2:39
“Porque para vosotros es la promesa, y
para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos el señor
llame”
El texto
que comentamos forma parte del discurso que pronunció el apóstol Pedro en
Pentecostés recién venido el Espíritu Santo en la iglesia incipiente. Al oír el
mensaje del apóstol los oyentes “se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro
y a los apóstoles: varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos
y bautícese cada uno de vosotros en el Nombre de Jesucristo, para perdón de los
pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (vv. 37,38).
La
promesa es “para cuantos el señor llame”, es un aspecto de la salvación. Salvar
es potestad exclusiva de Dios y que como cualquier don el Señor lo da a quien
quiere y cuando quiere. No está en las manos del hombre salvar. Si así fuese se
convertiría en un negocio como lo intentó Simón el mago dándoles dinero a los apóstoles para que a
cualquiera que le impusiera las manos recibiese el Espíritu Santo. Ante el
incipiente intento de mercantilizar los dones de Dios a la iglesia, Pedro
levanta un muro diciéndole a Simón: “Tu dinero perezca contigo, porque has
pensado que el don de Dios se obtiene con dinero” (Hechos 8:19,20). Dejemos que
sea el Señor que haga el trabajo de llamar a los escogidos desde antes de la
fundación del mundo. Nosotros limitémonos a anunciar el evangelio a todas las
personas.
Según
algunos, si la salvación es obra exclusiva de Dios y los escogidos que Dios
Padre da a su Hijo y éste no los echa fuera, no es necesario predicar el
Evangelio porque de todos modos los escogidos se salvarán. No es esto lo que
enseña Jesús cuando momentos antes de ascender a los cielos dijo a sus
discípulos: “Por tanto, id, y haced discípulos en todas las naciones…enseñándoles
que guarden todas las cosas que os he mandado…” (Mateo 28: 19,20). El “porque
para vosotros es la promesa y para vuestros hijos, y para todos los que están
lejos, para cuantos el señor llame”, va
precedido por un llamado al
arrepentimiento que Pedro hizo a los oyentes: “Arrepentíos, y bautícese cada
uno de vosotros en el Nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo”. En la salvación de los escogidos de Dios
participa el hombre. El predicador que hace un llamamiento al arrepentimiento a
los oyentes y estos se arrepienten de sus pecados y los abandona para no seguir
practicándolos, son salvados. La persona a la que Dios salva no es un ser
pasivo. Estimulada sí por el Espíritu Santo se toma muy en serio la parte que
le corresponde hacer en su salvación.
Lidia, la vendedora de púrpura que residía en Filipos
“el Señor le abrió el corazón de ella para que estuviere atenta a lo que Pablo
decía” (Hechos 16:14). Una vez creyó “fue bautizada”. Hizo lo que debía hacer
para acreditar que su salvación fue efectiva. Después practicó las buenas obras
que caracterizan a quienes el Señor salva.
2 CRÓNICAS 19:6
“Y dijo a los jueces: Mirad lo que
hacéis, porque no juzgáis en lugar de hombre, sino en lugar del Señor, el cual
está con vosotros cuando juzgáis”
Un texto de una gran actualidad no sólo
en nuestro país sino en todo el mundo. El tema de la justicia está a flor de
labios, yo me atrevería a decir que un cien por cien de la población mundial se
cuestiona que la justicia sea justa. No le falta razón porque nuestro sistema
judicial ha sido concebido defectuoso y, a lo que es torcido no se le puede
pedir que haga algo derecho. Dice así del poder judicial el artículo 117.1 de
la Constitución española vigente: “La justicia emana de pueblo y se administra
en nombre del Rey por…”. Una justicia que emana de un pueblo injusto y
administrada en nombre de un rey injusto y por unos magistrados injustos no
puede ser de ninguna de las maneras ser una justicia justa. El emblema de la
justicia está representado por una mujer con los ojos vendados que
sostiene una balanza con los platillos
nivelados en señal de equidad. Del dicho al hecho hay un gran trecho.
El rey Josafat “puso jueces en todas las
ciudades fortificadas de Judá, por todos los lugares” (2 Crónicas 19:5). A
estos jueces designados por el soberano, el rey les dice: “Mirad lo que hacéis,
porque no juzgáis en lugar de hombre, sino en lugar del Señor, el cual está con
vosotros cuando juzgáis” (v.6). Los hombres escogidos por Josafat para
administrar justicia no lo hacían en nombre del monarca sino en el de su Dios.
¿Distingue el lector la diferencia existente entre la justicia amparada por una
Constitución con la que Josafat persigue se administre en su reino?
Recordemos lo que el monarca judío dice a
los jueces designados para la administración de justicia en su reino: “Mirad lo
que hacéis, porque no juzgáis en lugar de hombre, sino en lugar del Señor, el
cual está con vosotros cuando juzgáis, sea pues con vosotros el temor del
Señor, mirad lo que hacéis, porque con el señor nuestro Dios no hay injusticia,
ni acepción de personas, ni acepción de cohecho” (vv. 6,7).
Los jueces escogidos por el rey Josafat
para administrar justicia en su reino no tenían que tener los ojos puestos en
el monarca para complacerle, sino en el Señor a quien debían agradar con el
propósito de reproducir en su labor la justicia perfecta de Dios
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