HECHOS 10: 12
“Pero Cristo, habiendo efectuado una vez para
siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios”
Jesús
afirma de sí mismo: “Yo soy el pan vivo
que descendió del cielo, si alguien come este pan, vivirá para siempre, y el
pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo”. (Juan
6: 51). Estas palabras de Jesús
provocaron que “los judíos contendieran
entre sí diciendo: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (v. 52).
Para los judíos comer carne humana era una blasfemia. No entendieron que la
carne que les ofrecía no era literalmente su carne. Lo pone de manifiesto cuando dice: “El espíritu es el que da vida, la carne para nada aprovecha, las
palabras que os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6: 63). Si
tomásemos literalmente todos los símbolos que Jesús se aplica acabaríamos
locos. Que no puede interpretarse literalmente: cuerpo y sangre, se entiende
perfectamente cuando Jesús dice: “de
cierto, de cierto os digo: el que cree en mí tiene vida eterna. Yo soy el pan
de vida” (vv.47, 48). Jesús hace distinción entre el maná que cada día
descendía del cielo sobre el desierto: quienes lo comían morían (v. 49). Jesús
se diferencia del maná que cada mañana caía del cielo al decir de sí mismo: “Yo soy el pan vio que descendió del cielo,
si alguien come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi
carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (v. 51), clara referencia de
su muerte en la cruz para salvar al pueblo de Dios de sus pecados.
Cuando
Jesús se despidió de sus discípulos durante la cena que se conoce como la Cena
del Señor, les dijo: “Esto es mi cuerpo,
que por vosotros es dado, haced esto en memoria de mí” (Lucas 22: 19). Es
un claro reconocimiento de que la carne y la sangre de Jesús no tienen que
entenderse literalmente: “Porque esto es
mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para
perdón de los pecados” (Mateo 26: 28).
Cuando
los cristianos participan de la Cena del Señor, comiendo el pan y bebiendo el
vino no se comportan como Cristopófagos, sí que lo hacen para recordar
humildemente la muerte de Jesús en la cruz para perdón de sus pecados.
SALMO 12: 8
“Los malvados andan por todas partes, cuando
la vileza es exaltada entre los hijos de los hombres”
“Si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas
dádivas a vuestros hijos” (Mateo 7: 11), dice Jesús. El Señor no dice que los hombres sean
buenas personas tal como nosotros acostumbramos a decir, sino, “si siendo malos, sabéis dar buenas dádivas
a vuestros hijos”, es el reconocimiento de que los hombres por ser
descendencia de Adán son malas personas
aun cuando no hayan llegado al sumo de la maldad.
El
texto nos dice: “Los malvados andan por
todas partes”. Nuestros ojos lo contemplan por doquier. Los medios de comunicación
se encargan de hacernos saber las salvajadas que se cometen por toda la tierra.
No basta con quejarnos de lo mal que se
hacen las cosas. Con las quejas no se consigue que cambie lo que se hace mal.
Es preciso en primer lugar que cada uno de nosotros reconozca su condición de
pecador. Una vez aceptada esta condición es imprescindible reconocerla ante
Jesús. El cobrador de impuestos que
subió al templo a orar, distinguiéndose del fariseo que era miembro de una
estricta secta que creían que eran files cumplidores de la Ley de Dios, el
publicano, el cobrador de impuestos, desde un rincón del templo, apartado de la
vista de los asistentes “no quería ni aun
alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé
propicio a mí pecador” (Lucas 18: 13).
Tanto
el fariseo como el publicano acuden al mismo templo para adorar a Dios. La
manera de hacerlo es totalmente distinta. El fariseo es orgulloso. No ha
examinado su corazón lo cual le hace pensar que es una bellísima persona: “Puesto en pie, oraba consigo mismo de esta
manera: Dios te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones,
injustos, adúlteros, ni aun como este publicano, ayuno dos veces a la semana,
doy diezmos de todo lo que gano” (vv, 11, 12). ¿Cuál es el veredicto que da
el Señor con respecto a la religiosidad de ambos adoradores? Es inapelable: “Os digo que éste (el publicano) descendió a su casa justificado (sus
pecados le fueron perdonados), “antes que
el otro (el fariseo regresó a su casa cargando con el peso de todos sus
pecados más el añadido en el templo), porque
cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”
(v. 14). El Señor no se deja deslumbrar por la ampulosidad de la práctica
religiosa. Le atrae y recompensa la humildad de un corazón que dice: “Dios, sé propicio a mí pecador”.
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