JUAN 16:32
“He
aquí que la hora viene, y ha venido ya, que seréis esparcidos cada uno por su
lado, y me dejaréis solo, pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo”
La crucifixión de Jesús está a la vuelta de
la esquina. Previene a sus discípulos de la cercanía del evento. Para algunos
es un crimen horrendo provocado por las alcantarillas del Estado. Para los
verdaderos creyentes en Cristo es el cumplimiento del proyecto eterno de Dios
el Padre que su Hijo tendría que morir de una muerte tan ignominiosa como lo es
la crucifixión: “Cristo nos redimió de la
maldición de la Ley, hecho por nosotros maldición porque está escrito: maldito
todo el que es colgado en un madero” (Gálatas 3. 13), para salvar al pueblo
de Dios de sus pecados. El ángel que anunció a José que María su desposada
“había concebido del Espíritu Santo dará
a luz un hijo, y llamarás su Nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus
pecados” (Mateo 1: 18, 21).
Los que se consideran cristianos, lo son de
lengua, pero no de corazón, se recrean en la muerte de Jesús pero no en su
resurrección. Para darse cuenta de ello basta con prestar un poco de atención
en lo que ocurre durante la llamada Semana Santa. Todo gira alrededor de la
muerte violenta de Jesús. Las procesiones se han convertido en un espectáculo
religioso. Desgraciadamente son muchísimas las personas que van al lugar donde
fue depositado el cuerpo de Jesús para ungir su cuerpo con “especias aromáticas” (Marcos 16: 1). El lugar en donde fue
depositado Jesús está vacío. ¡Aleluya, Cristo ha resucitado!
Volvamos
al texto que sirve de base a esta meditación. Ya ha llegado la hora “que seréis esparcidos cada uno por su lado,
y me dejaréis solo”. Y así fue.
Cuando los enemigos de Jesús se presentaron en Getsemaní para prenderle, los
discípulos le dejaron solo ante el peligro. Aquellos que dijeron que estarían
con El aun cuando tuviesen que morir, le abandonaron.
Ahora
viene lo que considero es una gran lección para nosotros. Jesús les dijo “pero no estoy solo, porque el Padre está
conmigo”. Ahí tenemos presente el problema de la soledad. Los hombres hacen
las mil y una para estar permanentemente acompañados. Tan pronto nos levantamos
de la cama encendemos la radio o el televisor para que la voz nos acompañe.
Hagamos lo que hagamos jamás
conseguiremos que la soledad del alma que es el origen de la soledad que nos
agobie, nos abandone. La auténtica soledad no es la falta de compañía humana
sino el vacío que existe en el alma. El corazón no puede permanecer vacío. Si
Jesús es el ausente entonces el corazón se llena de pensamientos que nos enferman. Los
discípulos abandonaron a Jesús pero el Padre permaneció en Él. Poco después de
que Jesús pronunciase las palabras del texto, el señor fue crucificado. Pero
resucitó al tercer en cumplimientos de las Escrituras. Jesús resucitado se
convierte en “yo soy el camino, y la
verdad y la vida, nadie viene al Padre si no es por mí” (Juan 14: 6). Por
la fe en Jesús el alma no se encuentra jamás sola.
SALMO 8: 3, 4
“Cuando veo tus cielos obra de tus dedos, y
las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él
memoria, y el hijo del hombre, para que le visites?”
El
autor del salmo 8 lo fue el rey David que en su adolescencia pastoreaba las
ovejas de su padre. Nos lo podemos imaginar apoyado contra un árbol en las
vigilias de noches estivales tocando el arpa y escribiendo el salmo que comentamos, que
tantos beneficios nos proporciona su lectura. Dice el poeta que contempla el
firmamento estrellado. Existen dos maneras de contemplarlo. Una desde la
perspectiva de la incredulidad que hace que el firmamento estrellado y la
existencia humana sean el fruto de la casualidad. Para el incrédulo la existencia, ni la presente ni la futura tiene
sentido. La vida se sustenta en el vacío. No tiene la Roca que es Jesús sobre
la que edificar su casa. Los embates de la vida le encuentran desamparado sin
posibilidad de ir en busca de socorro en el tiempo de necesidad. Como para el
incrédulo Dios no existe, solo le queda la posibilidad de ir a buscar socorro
en alguien como él. Cuando Israel se aleja de Dios busca en Egipto ayuda. El
representante de Asiria le hace llegar a Ezequías, este mensaje al rey de Judá:
“¿Qué es esto en que te apoyas? …Mas, ¿en
qué confías que te has revelado contra mí? He aquí que confías en este báculo
de caña cascada, en Egipto, en el cual si alguien se apoya, se le entrará por
la mano y la traspasará” (2 Reyes 18: 19-21).
David
es un hombre de fe. Cuando mira el cielo estrellado no puede por menos que
confesar que lo que contempla es obra del Dios omnipotente. Luego contrasta la
grandeza de Dios con su pequeñez. Se pregunta. “¿Qué es el hombre para que
tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que le visites? La
respuesta a esta pregunta se encuentra en el hecho de que el hombre es creación
directa de Dios, creado a imagen de Él. A pesar que Adán no obedeció el mandato
de no comer del fruto del árbol de la ciencia, Dios instruye a Adán cómo
rehacer la comunión con Él rota por el pecado. Es por la fe en el Mesías que
tendría que venir. Es así como David
puede dirigirse al Creador, diciéndole: “¿Qué
es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que le
visites? Es el amor infinito de Dios lo que hace que no se olvide del
hombre rebelde.
Es el
mismo David quien en el salmo 86, escribe: “Mírame,
y ten misericordia de mí, da poder a tu siervo, y guarda al hijo de tu sierva.
Haz conmigo señal para bien, y véanlo los que me aborrecen, y sean
avergonzados, porque tú, Señor, me ayudaste
y me consolaste” (vv. 16, 17). David no se apoya en la caña quebrada
que es el hombre, sino en el brazo poderoso de Dios que le sostiene en los momentos que sus enemigos se le acercan para
dañarle.
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