MARCOS 12: 12
“Y procuraban prenderle, porque entendían que
decía contra ellos aquella parábola, pero temían a la multitud, y dejándole se
fueron”
A pesar
que se diga hasta la saciedad la importancia que tiene la memoria histórica
para no cometer los mismos errores que se hicieron en el pasado, lo cierto es
que el ser humano no aprende de la historia. No aprende porque su condición de
pecador no se lo permite. Su naturaleza pecadora le impulsa a cometer los
mismos delitos que se hicieron en el pasado.
Jesús
narra la parábola de la viña que es un símbolo de la nación de Israel. El dueño
de la viña representa a Dios que cuida con esmero a su pueblo. La tendencia del
pueblo de Dios según la carne es abandonar a su Rey. Los siervos que el dueño
de la viña envía a los arrendatarios para cobrar el fruto que le corresponde,
son los profetas que Dios envía para amonestar a su pueblo para que se
arrepienta y se vuelva a Él.
La
historia de Israel que está registrada en las páginas de la Biblia narra la
violencia que los israelitas ejercieron contra los profetas enviados por Dios
para amonestarlos. ¿Se quedará el propietario de la viña impasible y permitirá
que los arrendatarios se salgan con la suya? El texto dice: “Vendrá, y destruirá a los labradores, y dará la viña a otros” (v. 9). Así ocurrió
en el año 70 de la era cristiana cuando el ejército romano al mando de Tito
destruyó Jerusalén y el templo que representaba la presencia de Dios entre el
Israel nacional.
Como si
fuese una estocada Jesús dice a sus oyentes: “¿Ni aún esta escritura habéis oído: La piedra que desecharon los
edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo, el Señor ha hecho esto, y es
cosa maravillosa a nuestros ojos?” (vv.
10, 11). Después de estas palabras es cuando el texto redacta el versículo que
sirve de base a esta meditación. De momento, la casta sacerdotal abandona el
escenario henchida de odio esperando la oportunidad de poderse deshacer de
Jesús. El objetivo se cumplió cuando forzaron a Pilato a ordenar crucificar a
Jesús.
A lo
largo de la historia el tribunal de la Inquisición con el apoyo de las
autoridades civiles se ha afanado en perseguir a muerte a los cristianos que
anunciaban al mundo que Jesús es el Rey. En el pasado la Inquisición fue un
tribunal que se consideraba cristiano. En nuestros días la Inquisición la
forman tribunales paganos que se adaptan a la idiosincrasia de cada nación. Los
impíos no pueden soportar que los cristianos
denuncien sus falsedades al anunciar que Jesús es el Rey y que al final
del tiempo cuando llegue la hora establecida por Dios y Jesús venga en su
gloria para establecer el reino eterno de Dios.
SALMO 116: 6, 7
“El Señor guarda a los sencillos, estaba yo
postrado, y me salvó. Vuelve, oh alma mía, a tu reposo, porque el Señor te ha
hecho bien”
¿A
quién puede el Señor hacer bien? A aquellos que como Jesús son mansos y
humildes de corazón (Mateo 11: 29). “Al
corazón contrito y humillado no despreciarás
tú, oh Dios” (Salmo 51: 17). A los arrogantes, a los altivos, a los
triunfadores, que no necesitan a nadie porque creen que pueden prescindir de
toda ayuda ajena, el Señor no puede hacer nada por ellos. El Señor bendice y
ayuda a quienes le necesitan. “El Señor
guarda a los sencillos”, no a los engreídos. “estaba yo postrado”, escribe el salmista. El poeta describe la
situación en que se encontraba: “me
rodearon las ligaduras de la muerte, me encontraron las angustias del sepulcro,
angustia había yo hallado, entonces invoqué el Nombre del Señor diciendo: Oh
Señor, libra ahora mi alma” (vv. 3, 4). Los incrédulos. Los necios que
dicen que Dios no existe, que es un invento de la casta sacerdotal para dominar a las personas, cuando “las angustias del sepulcro”
aterrorizan, ¿a dónde acuden en busca de socorro? “Maldito el hombre que confía en el hombre, y pone carne por su brazo,
y su corazón se aparta del Señor” (Jeremías 17. 5). Quien confía en el
hombre tiene su corazón apartado del señor. La esperanza la deposita en los
médicos, en los políticos, en la religión, pero no en Dios.
El
salmista escribe: “Estaba yo postrado, y
me salvó”. El poeta hace como hizo el rey Ezequías que estando postrado en
cama a punto de fallecer invocó el Nombre del Señor y Dios alargó sus días en
la Tierra. No siempre tiene que suceder así. Ahora bien, cuando llegue la hora
estipulada por Dios el enfermo abandonará este mundo. Pero no su desaparición.
El fallecido que muere creyendo en Cristo que es el Autor de la vida lo hace
esperando el día de la resurrección. Con la muerte se deposita el cuerpo en el
sepulcro pero el alma va a la presencia de Dios en espera del día de la
resurrección.
Al
salmista la hora del deceso todavía no le ha llegado. Se ha producido la
curación de la enfermedad. Gozoso el salmista escribe. “Vuelve, oh alma mía, a tu reposo, porque el señor te ha hecho bien”.
La paz del Señor llena el corazón el poeta porque la presencia del Señor la
llena de gozo.
El
salmista termina su poema con estas palabras: “Oh Señor, ciertamente soy tu siervo, sirvo tuyo soy, hijo de tu
sierva, Tú has roto mis prisiones. Te ofreceré sacrificio de alabanza, e
invocaré el Nombre del Señor. Al Señor pagaré ahora mis votos en presencia de todo el pueblo. En los
atrios de la casa del Señor, en medio de ti, oh Jerusalén. Aleluya”. Para
el salmista el Señor lo es todo. Sólo en Él encuentra el socorro necesario en
tiempo de aflicción.
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