SALMO 34: 4
“Busqué al Señor, y Él me oyó, y me libró de
todos mis temores”
El
salmista encabeza su poema con el reconocimiento de Dios como Alguien superior
suyo, al escribir: “Bendeciré al Señor en
todo tiempo, su alabanza estará de continuo en mi boca” (v. 1). Quien desee
recibir las bendiciones de Dios es necesario que previamente crea en Él. Si no
se posee una fe firme en Él se podrá ser muy religioso, pero adorará al Señor
con un corazón que está muy lejos de Él.
“Busqué al Señor”, escribe el salmista. Está
indicando que lo busca con la intensidad con que el minero busca oro. Si por el
oro que perece se está dispuesto a dar la vida ¿cómo no buscará el salmista a
Dios que es más valioso que el oro que perece? El poeta que conoce a Dios no de
oídas, sino personalmente, para nuestro bien puede escribir: “Él me oyó y me libró de todos mis temores”.
La vida es como el ruido
ensordecedor en un campo de batalla. Por todos lados estallan bombas y silban
balas. No debe extrañarnos pues que el hombre sin Dios tenga miedo. ¿Dónde
encontrar cobijo de los males que nos acechan? Sin Dios que es el castillo
fuerte del salmista no existe lugar en donde refugiarse. No debe extrañarnos
que nuestro país que es uno en los que se practica en exceso el folclore
religioso sea uno en que más se consuman
ansiolíticos y otras “pastillas de la felicidad”. Se busca en ellos
protección y no se encuentra. Todo lo contrario, el estrés, la ansiedad y los
múltiples síntomas de malestar emocional
se incrementen hasta el punto de convertir la vida en un infierno. No
debe sorprendernos que los suicidios y los intentos sean tan numerosos.
Desde
que Satanás se convirtió en príncipe de este mundo que con astucia engañó a Eva
y ésta lloriqueó para que Adán compartiera con ella el fruto del árbol
prohibido, espesas tinieblas espirituales llenan la Tierra. Los seres humanos
están aterrorizados porque las tinieblas espirituales que les envuelven no les
dejan encontrar el camino que lleva al Señor
y a la Vida eterna. “Los que
miraron a Él”, fueron alumbrados, y
sus rostros no fueron avergonzados” (v. 5).
Jesús,
a quienes andan a tientas tropezando aquí y acullá porque las tinieblas
espirituales les impiden ver los obstáculos que se presentan en el camino, les
dice: “Yo, la luz que ha venido al mundo,
para que todo aquel que cree en mí, no permanezca en tinieblas” (Juan 12:
46). “Yo soy la luz del mundo”, dice
Jesús, “el que me sigue no andará en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8: 12).
Tenemos
la experiencia de la oscuridad física. Cuando nos encontramos en una habitación
a oscuras, a pesar que nos sea familiar, nos movemos a tientas para no
tropezar. En el campo espiritual nos sucede algo parecido. En la oscuridad
clamemos a Jesús que es la Luz del mundo y Él nos abrirá los ojos para que
caminemos sin miedo.
SALMO 9: 20
“Pon, oh Señor, temor en ellos, conozcan los
hombres que no son sino hombres”
Las
naciones, por su magnitud se consideran ser todopoderosas porque disponen de
medios financieros considerables. Porque disponen de armamento de última
generación. Porque disponen de múltiples consejeros que cobran gravosos
honorarios, por cierto, en múltiples
ocasiones sus consejos son desastrosos. Contemplamos con estupor como a pesar
de todo lo disponible para bien gobernar las naciones van de mal a peor. En el
horizonte no se vislumbra un rayo de luz que pueda infundir esperanza para
salir del pozo en que se van hundiendo.
El
salmista hace diana al escribir: “Pon, oh
Señor, temor en ellos, conozcan los hombres que no son sino hombres”. El
pecado lo echa todo a perder pues nos hace creer que somos “hombres de renombre” y que lo que consideramos ser como individuos
lo traspasamos multiplicado al colectivo. Se diviniza la nación. Se izan
banderas, se las jura fidelidad. Se le da un honor a un trapo que es el símbolo
nacional. El concepto nación es una entelequia que los “hombres de renombre” se han forjado a lo largo de los siglos para
dominar a los ciudadanos del territorio que han convertido en nación.
Divinizar
lo que no es Dios es pecado. Idolatrar a las instituciones y no excluyo a la
Iglesia es pecado. También es pecado divinizar a la Patria que al amparo de la
bandera que la representa se han cometido muchísimos crímenes, en muchos casos
empleando vanamente el nombre de Cristo.
El
texto que comentamos pone a la Nación en el lugar que le corresponde. Es ni más
ni menos que un conjunto de personas, empezando por los altos dignatarios y
acabando por el más humilde de los ciudadanos. Todos sin excepción son carne
que se corrompe con mucha facilidad. Todos los ciudadanos son pecadores que
transmiten a la Nación lo que son individualmente. Si en verdad se quiere
engrandecer a la Nación que se pertenece se necesita reconocer la condición de
pecador que necesita arrepentirse de sus pecados y andar en santidad. Entonces
Dios bendecirá a los ciudadanos y el
resultado será que la Nación prosperará. No existe otra manera de salir del
pozo en que nos encontramos. La Nación como ente impersonal no puede
arrepentirse. Las personas de la que forman parte, sí. Si por la fe en el
Nombre de Jesús los ciudadanos se arrepienten de sus pecados y los dejan en el
estercolero, entonces “la justicia
engrandecerá a la Nación” (Proverbios 14: 34).
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