EL DESTINO DE LOS PODEROSOS
<b>El
hombre que está en honra y no entiende, semejante es a las bestias que perecen”
(Salmo 49: 20) </b>
El
funeral de estado con que se despidió a la reina Elisabet II de Gran Bretaña ha
sido un espléndido espectáculo mediático visto por televisión alrededor del
mundo. La ceremonia ha sido cuidada hasta el menor detalle desde hace años. EL
cortejo ha sido un espectáculo magnífico. ¿Era necesario tanto dispendio que no
beneficia en nada a la reina fallecida y más en estos momentos de grave crisis
económica que hace que muchas familias no puedan legar a final de mes? Cuando
una persona fallece ya no se le puede
hacer nada. La muerte sella el destino eterno, sea salvación o condenación.
Cada
uno según sus posibilidades desea despedir al finado con el máximo honor. Lo
más probable es que no se piense el difunto. Lo que prevalece es enaltecer el
ego ofreciendo un espectáculo que admire a los asistentes a la ceremonia fúnebre.
Se dice
que la muerte es el acontecimiento más justo que existe porque nadie puede
esquivar la guadaña justiciera. Tanto reyes y magnates como la plebe cuando les
llega la hora señalada por Dios, ni la más excelente asistencia sanitaria podrá
impedir que el enfermo tenga que comparecer ante el tribunal de Cristo para dar
cuenta de sus obras. Se intenta evadir hablar de la muerte pero no se
erradicarla. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y
después de esto el juicio” (Hebreos 9: 27). La guadaña se encuentra agazapada
en la esquina esperando el momento para entrar en acción. Ya que la muerte es
un hecho universal que vacía la Tierra de todos los miembros de cada generación
es sensato hablar de ella con la mayor claridad posible para liberarnos del
mido que produce.
Los
magnates pretenden vencer la muerte contratando dispendiosos servicios de
conservación de sus cuerpos con la esperanza de que los avances médicos
encuentren solución a la enfermedad que hasta aquel momento era incurable. “Los
que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan,
ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su
rescate, porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará
jamás, para que viva en adelante para siempre, y nunca vea corrupción” (vv.
6-9). Tienen ojos para ver pero no entienden lo que ven: “Pues verán que aun
los sabios mueren, que perecen del mismo modo que el insensato y el necio” (v.
10). Con los ojos contemplan como a su alrededor desaparecen amigos y
familiares. Cuentan los fallecidos por las esquelas que publican los diarios.
Ver lo que ocurre a su alrededor no les da ni frío ni calor. Permanecen
indiferentes. No aprenden a contar sus días.
A pesar
de ello permanece un sentido no confesado de inmortalidad. “Su último
pensamiento es que sus casas serán eternas, y su habitación para generación y
generación, dan sus nombres a sus tierras. Mas el hombre no permanecerá en
honra, es semejante a las bestias que perecen” (vv. 11, 12). A pesar de todos
los esfuerzos para conservar el nombre, lo cierto es que se pierde en la
oscuridad del tiempo. Como mucho, sus nombres quedan archivados en los
registros históricos al alcance de unos pocos historiadores. “Este su camino es
locura, con todo sus descendientes se complacen en el dicho de ellos” (v. 13).
De los poderosos queda poca cosa: un nombre en los archivos. Como pasa con
todos los impíos: “como ovejas que son conducidas al sepulcro, la muerte los
pastoreará” (v. 15). Es otra manera de decir que es espera la condenación
eterna.
Las
revistas de papel satinado nos muestran las mansiones de los poderosos, de las
estrellas y astros del cine, de los ídolos del deporte y otros. Este glamour
nos deslumbra y nos despierta el deseo de poseer lo que los encumbrados
disfrutan. He aquí el destino de quienes tienen sus ojos puestos en los bienes
materiales que hoy son y mañana desaparecen. “No temas cuando alguien se
enriquece, cuando aumenta la gloria de su casa, porque cuando muera no se
llevará nada, ni descenderá tras él su gloria. Aunque mientras viva, llame dichosa a su alma, y sea loado
cuando prospere, entrará en la generación de sus padres, y nunca más verá la
luz. El hombre que está en honra y no entiende, semejante es a las bestias que
perecen” (vv. 16-20).
El fin
de las personas que perecen como las bestias no tiene por qué ser el nuestro.
El salmista nos muestra otro: “Pero Dios redimirá mi vida del poder del
sepulcro, porque Él me tomará consigo” (v. 13). Jesús que venció a la muerte
siendo rescatado de su poder por el Padre nos muestra con más claridad el
pensamiento del salmista. “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en Mí, aunque muera, vivirá”
(Juan 11: 25).
Octavi Pereña i Cortina
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