1 TESALONICENSES 4. 13
Tampoco queremos hermanos, que ignoréis
acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no
tienen esperanza”
El
apóstol Pablo afronta el tema de la muerte. Es un tema tabú del que no se desea
hablar, como si el silencio hiciese desaparecer su presencia amenazadora,
porque está envuelta de oscuridad. Desconocer lo que realmente se esconde en el
más allá, inquieta. En lugar de desear descubrir lo que hay, puede quitarse el
velo, se decide envolverse la cabeza con una manta y pensar: que sea lo que
Dios quiera. La ignorancia no lo hará desaparecer.
El
apóstol escribe a creyentes que tienen ciertas dudas. Los incrédulos no tienen
esperanza. Pero vosotros que creéis, dice el apóstol, no debéis entristeceros.
Os voy a mostrar lo que hay después de la muerte. “Si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con
Jesús a los que durmieron con Él” (v.14). Pablo recuerda a los
tesalonicenses que Jesús ya había dicho a los suyos que tenía que morir y resucitar
con el propósito de ir a preparar en el cielo un lugar para ellos. Esta
separación se sería de duración indefinida. En el momento de la ascensión de
Jesús, los espectadores boquiabiertos contemplan como Jesús desaparece de la
vista envuelto en una nube. Encontrándose en un estado de éxtasis “se pusieron junto a ellos dos varones con
vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué
estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al
cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1: 10,11).
Si los
cristianos no deseamos “entristecernos
como los otros que no tienen esperanza”, tenemos que tener presente que
cuando Jesús vuelva en su gloria lo hará acompañado de “los que durmieron en Él” (v.14). ¿Qué significa esto? Que los
creyentes que murieron en Cristo, las almas de los cuales se fueron a la
presencia de Dios y sus cuerpos dormidos en el sepulcro, formarán el séquito
triunfal que acompañará al Jesús glorioso que viene a buscar a los suyos que están en la tierra.
Saber esto, que no es una fábula, sino un hecho real, borrará toda pizca de
desasosiego por lo que les ocurrirá a los difuntos que han muerto en la fe en
Jesús.
Un
recordatorio para los que vivan cuando Jesús regrese a buscar a su pueblo: “Nosotros los que vivimos (los que son
de la fe en Jesús), los que hayamos
quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al
Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (v.17).
Desde
que Adán pecó y la tierra fue maldecida por Dios el hombre ha vivido siempre
envuelto de incertidumbre con respecto a lo que hay después de la muerte. Saber
de antemano, porque Dios lo ha revelado, cómo será el final de la película, nos
ayudará a no entristecernos como los otros que no tienen esperanza.
SALMO 18: 3
“Invocaré al Señor, quien es digno de ser
alabado, y seré salvo de mis enemigos”
Para
poder invocar el Nombre del Señor es preciso creer en él desde lo profundo del
corazón. Se tiene que dejar de ser un creyente pasivo, dicho con otras
palabras, un “calienta bancos” en la iglesia. El creyente no debe limitarse a
guardar las formas. Tiene que tener un corazón ardiente por la presencia del Espíritu Santo que le
impulsa a pronunciar plegarias que nacen de un corazón deseoso de agradar a
Dios. El cristianismo no es una religión de reglas impuestas desde fuera, sino
de vida, la vida de Dios en Jesús que fluye por los poros.
El
poeta comienza el salmo escribiendo “Te
amo oh Señor, fortaleza mía. Señor, roca mía y castillo mío, y mi libertador, Dios mío, en Él confiaré,
mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi alto refugio” (vv. 1,2). En este
texto el salmista emplea la expresión mi
libertador al dirigirse a Dios. Si considera que Dios es su libertador
significa que es consciente que ha sido liberado del pecado que le esclaviza.
Desde el inicio de la historia, tan pronto como Adán pecó, Dios ha provisto de
un Salvador para que el hombre descarriado como oveja que no tiene pastor,
pueda volver al redil que había abandonado (Génesis 3: 15, 21). Si no se tiene
la certeza de que la sangre de Jesús ha limpiado todos sus pecados, jamás podrá
decir con convencimiento: “Te amo, oh
Señor, fortaleza mía”.
Los
doctores que la Iglesia Católica tiene, colegio cardenalicio presidido por el
Papa, si tuviesen la fe del salmista, no desviarían la invocación a Jesús que
es el único Nombre que merece ser implorado, hacia la criatura humana, en María
y los santos, día sí y otro también. El salmista escribe: “Invocaré al Señor, quien es digno de ser alabado”. Puede decirlo
con tanta vehemencia porque está seguro
que Jesús es “la piedra reprobada por
vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del
ángulo. Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro Nombre bajo el
cielo, dado a los hombres, que podamos ser salvos” (Hechos 4: 11, 12).
Recuérdese que este texto lo pronunció el apóstol Pedro ante un numeroso
auditorio.
El
salmista relata su experiencia liberadora: “Me
rodearon ligaduras de muerte, y torrentes de perversidad me atemorizaron.
Ligaduras del sepulcro me rodearon, me tendieron lazos de muerte” (vv,
4,5). Sigue escribiendo el salmista: “En
mi angustia invoqué al Señor, y clamé a Dios. El oyó mi voz desde su templo, y
mi clamor llegó delante de Él, a sus oídos (v. 6).
En la
actualidad la humanidad debido a la pandemia sufre. El obispo de Tarragona Joan
Planellas, escribe: “En este mes de mayo, fomentemos esta genuina devoción a
María. Y, además, en este año
invoquémosla especialmente para que se termine la pandemia”. ¡Cuánta insensatez
en quienes presumiendo de ser
representantes de Cristo desvían la invocación de su Nombre que es el único
Nombre que proporciona salvación, hacia el nombre de una mujer que es nada más que una criatura
humana, pecadora como el resto de los humanos, como ella bien lo expresa: “Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi
Salvador” (Lucas 1: 46,47).
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