dilluns, 29 de setembre del 2014


HECHOS 10;28


“Y les dijo: Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero, pero a mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo”

La xenofobia, la misoginia, el racismo o el odio a las personas que son distintas es un motivo de preocupación en la sociedad actual. No existe lugar, por apartado que esté, que la aversión  a las personas que posean características peculiares no haga acto de presencia. Incluso la religión que en un principio debería promover el amor al prójimo, es causante de graves enfrentamientos con el resultado que muchas muertes se producen debido a la intransigencia religiosa.

No deben olvidarse tampoco los enfrentamientos por diversidad cultural y política. El pecado es el causante de los conflictos que se dan entre los hombres debido a las característica personales que las diferencian: Sexo, cultura, raza.

El texto de Hechos que hoy es objeto de reflexión trata el tema que nos preocupa y que debería ser motivo muy especial de reflexión de parte de los cristianos ya que siendo el cristianismo la religión del amor se dan casos de discriminación violenta entre cristianos de diversas confesiones. En México, en la región de Chiapas y otras zonas rurales se dan casos de violencia ejercidas por la mayoría católica sobre la minoría evangélica.

En el texto que comentamos aparecen tres palabras que requieren atención: abominables, común, inmundo todas ellas vinculadas con el odio a aquello que es diferente y que el apóstol Pedro utiliza al hablar con Cornelio, el centurión romano a quien Dios ordena al apóstol que visite con el propósito de transmitirle las buenas noticias de salvación que se encuentran en Jesucristo. En una visión Dios le muestra a Pedro que no existen animales inmundos que no deben comerse. Pero lo que a Dios le interesa es que Pedro entienda que no existen personas inmundas con las que se debe evitar mantener relación para evitar la contaminación que impediría poder participar en los cultos.

Considerar abominable a una persona significa detestarla. Verla común implica considerarla inferior. Creer que una persona es inmunda se la ve como sucia. Cuando consideramos al prójimo abominable, común o inmundo sembramos en nuestro corazón la semilla que levanta un muro de separación. Dios no quiere que veamos a nadie de esta manera porque todos procedemos de una misma sangre, de Adán, el padre común de toda la humanidad. Al pecar, Adán traspasó a su descendencia la semilla de la discordia, la barrera que separa a los hombres. El muro que separa a los hombres que ha levantado el pecado Dios lo derriba en Cristo Jesús. El pecado que aún persiste en el alma es el causante  de los odios que separan a las personas. En concreto, los cristianos debemos corregir esta tendencia reconociendo nuestro pecado, confesarlo a Jesús, e implorar su gracia para que podamos dejar de levantar muros de separación.


SALMO 81: 11,12


“Pero mi pueblo no oyó mi voz, e Israel no me quiso a mí. Los dejé, por tanto, a la dureza de su corazón”

El hombre no es producto de la evolución materialista cuyos seguidores pretenden hacer desaparecer al Creador del escenario. El hombre es creación de Dios mal que pese a muchos, a quien el Creador ha dado una Ley para que viva feliz en la Tierra que el Señor ha puesto bajo su cuidado. Nuestros primeros padres podían disponer de todo lo que el Señor había puesto a su disposición, excepto “de todo árbol del huerto podrás comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él, ciertamente morirás” (Génesis 2:16,17). Adán no tardó en desobedecer la orden recibida de Dios a pesar que en él no había pecado. Si Adán que se encontraba en las condiciones óptimas de resistir la tentación de comer el fruto del árbol prohibido, ¡cuánto más fácil nos es a nosotros que hemos sido engendrados pecadores desobedecer la orden de Dios de guardar su Ley!

Dios por medio del salmista habla a Israel y le dice: “Oye, pueblo mío, y yo te amonestaré, Israel, si me oyeres, no habrá en ti dios ajeno, ni te inclinarás a dios extraño. Yo soy el Señor tu Dios que te hice subir de la tierra de Egipto, abre tu boca, y yo la llenaré” . Este texto contiene una promesa de bendición condicionada a obedecer al Señor que le había hecho subir de la tierra de Egipto. Con brazo fuerte el Señor los arrebató de la mano del faraón y los sacó de Egipto haciendo proezas, pero Israel pronto se olvidó del Dios que los había sacado de Egipto y que durante cuarenta años cuidó de él en el desierto y en la conquista de la Tierra prometida. Ya que Israel no quiso que su Libertador reinara sobre él, Dios “los dejó, por tanto, a la dureza de su corazón”. Los dejó a su libre albedrío, lo cual significaba guiarse peor la “dureza de su corazón”, que implicaba tomar decisiones equivocadas que de manera creciente aumentaba su desastre nacional.

El Antiguo Testamento no es para guardarlo en la estantería para que se cubra de polvo y telarañas, es para ser leído y meditado por nosotros que vivimos en el siglo XXI. El Señor nos está diciendo a los cristianos: “pueblo mío, óyeme”. Desgraciadamente siguiendo el mal ejemplo de los israelitas de antaño, no queremos oír la voz de Dios. El resultado es endurecimiento de corazón que nos hace más insensibles a la voz de Dios con lo que se consigue que vayamos de mal a peor, tanto como personas y como iglesias. Nuestra rebeldía repercute en la sociedad que despojada de la luz de Dios que le podemos transmitir se hunde en la corrupción generalizada que es causante de nuestras miserias colectivas.

La sociedad en la que nos movemos necesita la luz que irradia de la Biblia para poder salir de la ciénaga en que se hunde. Dejemos de  ser cristianos rebeldes a Dios, para así resplandecer en una sociedad que envuelta de tinieblas espirituales ha perdido el rumbo y que carece de meta a la que llegar.

http://octaviperenyacortina22.blogspot.com

 

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