JOB 38:4
“¿Dónde estabas tú cuando yo
fundaba la tierra? Házmelo saber si tienes inteligencia”
En cierta ocasión Willard S.
Boyle, Premio Nobel de física y coinventor del ojo electrónico que se usa en
las cámaras digitales y en el telescopio Huble, fue a una tienda a comprar una
cámara. El vendedor intentaba explicarle la complejidad del objeto. Boyle hace
callar al dependiente y con convencimiento de causa le dice al empleado: “No
necesito que me lo expliques, lo he inventado yo”. De manera parecida el hombre
intenta explicar la complejidad de toda la creación, del macrocosmos al
microcosmos, sin llegar a entenderla. Las explicaciones que los científicos dan
de lo que examinan minuciosamente no satisfacen plenamente porque como el
vendedor que no comprendía la complejidad de la cámara, los científicos no
entienden la complejidad de la creación.
Dios intenta convencer a Job
que las maravillas que contemplan sus ojos, desde la complejidad del mundo
sideral hasta la belleza de una pequeña flor silvestre, de la grandiosidad de
un elefante a la pequeñez de un gorrión, todo es obra suya. Él lo ha diseñado y
Él les ha dado la vida.
“¿Dónde estabas tú (le dice a
Job) cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber si tienes inteligencia”.
La misma pregunta nos hace Dios a nosotros hoy que con orgullosa apariencia de
sabiduría pretendemos explicar con pelos y señales como se ha hecho el cosmos.
¿Dónde estábamos en el momento en que se produjo el supuesto Big-Bang?
¿Contemplamos con nuestros ojos la aparición de Adán y Eva en la tierra? ¿Cómo
se puede afirmar con tanta certeza que la creación fue tal como decimos que fue
y no de otra manera?
La lógica nos impone decir
que la creación no es fruto del azar, pero nuestro orgullo nos hace creer que
con nuestros razonamientos podemos describir al detalle lo que no hemos visto
ni decir que sea cierto lo que se supone
ocurrió hace millones de años .
La especulación es muy
engañosa. Los verdaderos cristianos nos limitamos a creer que lo que dice la
Biblia es verdad, que Dios es el Autor de la creación aunque no comprendemos
como lo hizo. Pero podemos adorar al Dios que con una sola palabra hizo
aparecer de la nada la maravillosa creación que contemplamos con nuestros
torpes ojos”
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JOSUÉ 23:6,7
“Esforzaos, pues, mucho en
guardar y hacer todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés, sin
apartaros de ello ni a diestra ni a siniestra, para que no os mezcléis con
estas naciones que han quedado con vosotros, ni hagáis mención ni juréis por el
nombre de sus dioses, ni los sirváis, ni os inclinéis a ellos”
Josué “siendo viejo y
avanzado en años”, a punto de abandonar este mundo para irse a la presencia
de su Dios, reúne al pueblo y lo exhorta a permanecer fiel al Señor. “Esforzaos”,
les dice, “pues, mucho en guardar y hacer todo lo que está escrito en el
libro de la ley de Moisés, sin apartaos de ello ni a diestra ni a siniestra”.
Israel, igual que nosotros, se
veía obligado a convivir con personas que adoraban a otros dioses. Dejarse
guiar por la ley de Moisés sería el muro que los separaría de los adoradores de
falsos dioses. Esforzarse en guardar la ley de Moisés les impediría mezclarse
con las naciones que habían quedado entre ellos, convirtiéndose en faros que
iluminarían las tinieblas que envolvían a los idólatras. Los israelitas tenían
que ser luces a todas las gentes. No mezclarse con ellas no significaba que
tenían que encerrarse en guetos para no contaminarse con el contacto con los
paganos. Debían relacionarse con los idólatras sin dejarse atrapar por sus
creencias impías. ¿Cómo podrían ser la luz del mundo si no brillaban en medio
de las tinieblas?
Una situación parecida se
presenta en el Nuevo Testamento. Encontrándose el apóstol Pablo en Mileto hace
llamar a los ancianos de la iglesia de
Efeso para despedirse de ellos y encargarles la custodia de las ovejas del
Señor, en estos términos: “Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el
rebaño en el que el Espíritu Santo os ha puesto por pastores, para apacentar la
iglesia del Señor, el cual Él ganó con su propia sangre. Porque yo sé que
después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no
perdonarán el rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán
cosas perversas para arrebatar tras sí a los discípulos: Por tanto, velad…” (Hechos
20:28-31).
“Velad” es el encargo
que Pablo da a los pastores de la
iglesia de Efeso. La vigilancia se hace extensiva a toda la iglesia. ¿Cómo
pueden descubrir las ovejas a los lobos rapaces que se infiltran en la iglesia
y que asumen cargos de responsabilidad, llegando incluso a usurpar el púlpito?
El apóstol Pablo pone a disposición nuestra el detector de lobos rapaces
cuando le escribe a su discípulo Timoteo: “Toda la escritura es inspirada
por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en
justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado
para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16,17).
Toda la Escritura, no partes de
ella elegidas a conveniencia para hacerle decir lo que se quiere que diga, es
el detector de lobos rapaces que no perdonan el rebaño del Señor lo que
necesita la iglesia hoy.
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