SALMO 32: 3
“Mientras
callé se envejecieron mis huesos, en mi gemir todo el día”
El salmista comienza su poema con estas
esperanzadoras palabras: “Bienaventurado
aquel cuyo pecado ha sido perdonado, y cubierto su pecado. Bienaventurado el
hombre a quien el Señor no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay
engaño” (vv. 1, 2).
Estos versículos son más que suficientes para saber que es Dios quien tiene
poder de perdonar pecados. Los hombres que se oponen a la autoridad divina
desechan dicha autoridad y se convierten en mediadores entre el hombre y Dios.
El Concilio de Trento dice tres cosas al respecto. (1) La confesión es una
institución sacramental de Cristo. (2) Los sacerdotes reciben de Dios la
facultad de perdonar pecados. (3) La confesión al oído del sacerdote es
necesaria para el perdón divino-
Los fariseos que aborrecían a muerte a
Jesús porque lo veían únicamente como hombre. Lo consideraban blasfemo porque
se atribuía ser Hijo de Dios lo que equivalía ser Dios. Cuando Jesús dijo al
paralítico tendido en la litera: “Ten
ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados”. Quienes escucharon estas palabras, se dijeron: “Éste blasfema” (Mateo 9: 3). Jesús dice
a sus acusadores: “Para que sepáis que el
Hijo del Hombre tiene poder en la Tierra para perdonar pecados, le dice al
paralítico: levántate, coge la litera, y vete a tu casa” (v. 6). Los
sacerdotes que no pueden acreditar que han recibido de Dios el poder de
perdonar pecados, jamás se atreven a decir a un paralítico: “levántate, coge la litera, y vete a tu casa”
para demostrar que han recibido de Dios poder de personar pecados. Si a
Jesús le llamaron blasfemo, ¿qué les dirían a estos sacerdotes
embaucadores?
El libro de Hechos nos ayuda a entender
como los siervos del Señor Jesucristo siendo hombres mortales pueden
convertirse en mediadores entre Dios y los hombres para perdonar pecados.
Preste el lector mucha atención para que no se confunda: “Sepa, pues, ciertamente toda la casa de Israel, que este Jesús a quien
vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo. Al oír esto, se
compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones
hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos y bautícese cada uno de
vosotros en el Nombre de Jesucristo, recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos
2: 36-38). La predicación que se ajuste a la Verdad de la Palabra de Dios es el
medio que el Señor utiliza para perdonar los pecados de quienes creen que la
sangre de Jesús les limpia todos sus pecados (1 Juan 1: 7).
SALMO 42: 9
“Diré a Dios, Roca mía, ¿por qué te has olvidado de
mí? ¿Por qué andaré yo enlutado, por la opresión del enemigo?
Es un error
hacerse cristiano con la esperanza de que los achaques que padecemos van a
desaparecer de inmediato. Es cierto que la salud y la enfermedad están en las manos de Dios. Sin pasarse de la raya
las concede con justa equidad a las personas. La enfermedad que tanto nos
preocupa es en las manos de Dios un medio para que la persona que la padece
abandone la jactancia, el orgullo, creerse que es alguien importante. Es la
manera de hacernos bajar del pedestal en
el que nos hemos subido y reconoce lo que realmente somos: un don nadie.
Nos olvidamos
que por el pecado de Adán la tierra ha sido maldecida por Dios y que la
consecuencia del pecado es la enfermedad que agazapada en la esquina aguarda
esperando la hora de darnos el zarpazo mortal.
Durante las
fiestas navideñas andamos como locos buscando el número que nos hará ricos.
Cuando llegue la hora de la muerte, de la que nadie se escapa de ella, ¿qué
será de los euros que no nos podemos llevar en nuestra estancia en la
eternidad? El Gordo que necesitamos que
nos toque no depende del azar. Depende
de una decisión nuestra. El texto que comentamos nos muestra al
salmista que en medio de las
adversidades por las que pasa, en vez de maldecir a Dios por qué lo permites, las
preguntas que le mueven a hacer muestran la fe en Él. Le impulsan a escribir: “¿Por qué te abates, oh alma mía? y ¿por qué
te turbas dentro de mí? Espera en Dios, porque aun he de alabarle, salvación
mía y Dios mío” (v.11).
El tiempo que
estaremos aquí en la tierra navegando por aguas tranquilas unas veces y otras
embravecidas, no lo sabemos. Pero es motivo de esperanza “estar persuadidos de esto, que el que comenzó en nosotros la buena
obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1: 6). Lo
que nos viene a decir el apóstol es que nada ni nadie nos separarán del amor de
Dios que es en Jesucristo. ¡Qué consuelo es saber que en las tribulaciones el
Señor Jesús nos consuela y nos fortalece!
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