EL CAMINO
Yo soy el camino”, dice Jesús, “que conduce al
Padre”( (Juan 14: 6)
Ramon Camats comenta Alicia en el país de las
maravillas de Lewis Carroll.
Transcribe una conversación entre Alicia y un gato. Alicia le pregunta al
felino: “¿Hacia dónde puedo dirigirme desde aquí?” El gato le responde: “Esto
depende de dónde quieras ir”. Alicia le
contesta: “Ah, esto me da lo mismo” el gato le manifiesta: “Entonces da
lo mismo hacia dónde quieras ir”. Camats
hace un comentario muy jugoso de esta conversación: “El gato tiene toda la
razón del mundo. Si no se tiene un objetivo,
un destino, un propósito, digámoslo como queramos, da lo mismo la
dirección que tomemos: No vamos a ninguna parte”. Camats llega a la conclusión que la conversación entre Alicia y el
gato pone de relieve que la educación tiene una finalidad ética. La formación
de buenos ciudadanos. Enseñar a vivir con valores elevados. La pregunta que tenemos
que hacernos es: ¿Qué valores?
Jesús está llegando al
final de su ministerio terrenal y expone a sus discípulos que se va de este
mundo: “Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino. Le dijo Tomás: Señor, no
sabemos a dónde vamos, ¿cómo, pues, podemos saber el camino? Jesús le dijo: Yo soy el
camino, y la verdad, y la vida, nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:
2-4). Los discípulos de Jesús en aquel momento no entendían el alcance de las
palabras de Jesús. Todavía tenían puestos los ojos en las cosas terrenales. No
podían entender las espirituales. Con la llegada del Espíritu Santo en
Pentecostés, los discípulos estuvieron en condiciones de entender las
espirituales. Es por ello que muchos que se consideran cristianos se encuentran
perdidos porque les falta el entendimiento que proporciona el Espíritu Santo.
Tomás en representación
de todos los discípulos le dice a Jesús:
“Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” (v.5).
Tres años sentados a los pies de Jesús, escuchando a Aquel que “les enseñaba
como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7: 29). A pesar que
Jesús les enseñaba con una autoridad
sorprendentemente superior a las
doctrinas que impartían los escribas y los fariseos, no podían entender que el
Reino de Dios no es un reino terrenal
sino celestial. Jesús esclarece las dudas de Tomás y con él a nosotros.
Únicamente con el intelecto no se pueden entender las palabras de Jesús: “Yo
soy el camino, y la verdad, y la vida, nadie viene al Padre, sino por mí”.
Volvamos a Camats: “El
camino es andar, cierto, no es una cosa hecha, sino que se hace, y no tiene
otra existencia que la acción del caminante. Sin embargo, es necesario que éste sepa hacia dónde va, si no es así no
comenzará la ruta”.
En el paraíso, debido al
pecado de Adán, nuestro antepasado de quien procedemos todos sin excepción
hemos perdido la relación con nuestro Creador: Adán y Eva después de haber
pecado, cuando oyeron los pasos de Dios que se acercaba para encontrarse con
ellos tuvieron miedo y se escondieron de
su presencia entre los árboles del jardín.
(Génesis 3: 8). Se extraviaron al tener el entendimiento cegado. La
presencia de Dios los atemorizaba. A nosotros nos ocurre algo parecido. Hemos
perdido de vista el propósito de nuestra existencia que consiste en vivir
en íntima comunión con el Padre
celestial nuestro Creador. De la misma manera que Adán y Eva recibieron el
favor de Dios al presentarles el camino de salvación que es Jesús, simbolizado
en las ovejas que Él mismo sacrificó para cubrir con sus pieles la desnudez en
que les había dejado el pecado, nosotros también tenemos la oportunidad de poder creer en Jesús que es el canino
estrecho que nos lleva al Padre.
La mente obtusa de Tomás
no le permitía entender qué significaba que Jesús fuese el camino que conduce
al Padre. Las palabras de Felipe: “Señor, muéstranos el Padre, y nos basta” (v.
8), deberían ser las nuestras también
porque indicaría que no estamos satisfechos con la condición en que nos
encontramos.
Al Invisible nadie lo ha
visto nunca. A lo largo de los siglos Dios se manifestó a los hombres en
diversas ocasiones en teofanías, apariciones sensibles de la divinidad. Pero
nadie le había visto su rostro. Hablando Jesús con sus discípulos hace una
revelación trascendental: “El que me ha viso a mí, ha visto al Padre, ¿cómo,
pues, dices tú: muéstranos al Padre, ¿No crees que yo soy en el Padre, y el
Padre en mí?” (vv. 9,10). Jesús muestra el carácter misericordioso del Padre.
Caminando exhaustos a
través de este yermo terrenal, en una encrucijada del camino se nos presenta la
oportunidad de abandonar el desierto y adentrarnos en un exuberante vergel. Podemos escoger
seguir andando por el desolado páramo que nos lleva a la muerte eterna o
adentrarnos en el frondoso jardín que nos anticipa la paz de Dios que excede a
la comprensión humana.
Octavi Pereña i Cortina
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