DEUTERONOMIO 32: 1
“Escuchad cielos, y hablaré, y oiga la tierra
los dichos de mi boca”
Israel
se encuentra ante la puerta de la Tierra Prometida, A Moisés se le prohíbe
entrar en ella pero sí se le permite contemplarla desde lo alto del monte Nebo.
Moisés se despide de su pueblo con un cántico del destacaré los dos primeros
versículos sin menoscabo del resto del poema. Por estar registrado este cántico
en las páginas de las Sagradas Escrituras sirve para enseñanza de todas las
generaciones, sin olvidar la nuestra.
“Escuchad cielos, y hablaré, y oiga la tierra
los dichos de mi boca. Goteará como lluvia mi enseñanza, destilará como el
rocío mi razonamiento, como lluvia sobre la grama, y como gotas sobre la
hierba” (vv.
1,2). El agua es fuente de vida. Sin ella la tierra se convierte en un
desierto. En tiempo de sequía persistente los hombres ansían el agua como el
ciervo brama por ella. Por acceder a las fuentes del agua a lo largo de la
historia se han declarado muchas guerras.
El agua
que cae del cielo puede ser torrencial y ocasionar destrozos difícilmente
reparables como lo muestran las imágenes televisivas.
Los
versículos que comentamos Moisés nos muestra el agua como goteo, rocío,
llovizna. El cielo la deja caer lentamente, persistente, la suficiente para
permitir que la tierra sea fértil para que produzca los alimentos que el hombre
necesita para subsistir. No creo que Moisés tenga la mirada puesta en el
bienestar físico del hombre únicamente,
porque al fin y al cabo la existencia del hombre sobre la Tierra es
limitada para convertirse en polvo del cual lo extrajo el Creador.
Indiscutiblemente,
Moisés al describir el agua, en primer lugar tiene presente a su pueblo. Pero
su interés se ensancha hasta los confines d la Tierra por todas las generaciones.
De la misma manera que la tierra necesita el agua para conservar su fertilidad,
el hombre necesita la Palabra de Dios que es Jesús para que su alma viva. La
sed espiritual del hombre se puede intentar apagarla bebiendo en aguas
corruptas que como la salada no la apagan sino que la incrementan hasta producir la muerte de quienes la beben.
La
invitación del profeta Isaías a aquellos que tienen sed de Dios pero que no
saben dónde encontrarle, les dice: “A
todos los sedientos: Venid a las aguas, y a los que no tienen dinero, venid,
comprad y comed. Venid comprad sin dinero y sin precio vino y leche. ¿Por qué
gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia?
Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará el alma con grosura” (Isaías
55: 1,2).
Jesús
distingue el agua del pozo de la que él da, al decirle a la samaritana: “Cualquiera que beba de esta agua, volverá a
tener sed, mas al que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino
el agua que yo le daré será en él una fuente que salte para vida eterna"
(Juan 4: 13,14)
JUAN 8: 9
“Pero ellos, al oír esto, acusados por su
conciencia, salieron uno a uno, comenzando por los más viejos hasta los
postreros”
Los
fariseos formaban parte de una estricta secta religiosa que se consideraban
irreprensibles con respecto a la Ley de Moisés. Eran tan engreídos en su
perfecto cumplimiento de la Ley de Dios que les impedía ver la biga clavada en
su ojo lo cual les impedía mirarse a sí mismos y ver sus muchas imperfecciones.
Cuando
Jesús llamó a Mateo a que le siguiese
estando sentado en su oficina
recaudando los tributos que tenían que pagar los ciudadanos, Mateo invitó a
Jesús a comer a su casa. Al verlo, los fariseos se quejaron a los discípulos de
que su Maestro comiese con los cobradores de impuestos y pecadores. Oyéndolo Jesús, les dijo: “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia y no
sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino pecadores al
arrepentimiento” (Mateo 9: 9-13).
En otra
ocasión Jesús y sus discípulos caminaban junto a un campo de trigo. Era sábado.
Los discípulos que tenían hambre arrancaron unas espigas y las desgranaron
fregándolas con sus manos. Los fariseos que fueron testigos de lo que
consideraban una grave infracción de la Ley se acercaron a Jesús para denunciar
la infracción cometida por sus discípulos. Jesús les dice: “Y si supierais lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio,
no condenaríais a los inocentes” (Mateo 12: 7).
El
perfeccionismo de los fariseos les impedía ver su propio corazón. Sí que se
tienen que denunciar los pecados pero la corrección tiene que hacerse movidos
por el amor de Dios que busca el arrepentimiento del pecador. Los juicios
condenatorios que tan a menudo salen de nuestros labios contribuyen a endurecer
nuestro propio corazón y no a hacer bien a los acusados. Tenemos que ser muy
cuidadosos a la hora de enjuiciar a los pecadores.
Juan
nos relata el caso de la mujer sorprendida cometiendo adulterio que los
fariseos llevan ante la presencia de Jesús para que la condene para que fuese
apedreada según la Ley de Moisés. A estos irreprensibles que presumían de
cumplir la Ley de Moisés, Jesús les dice: “El
que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra
ella” ¿Es que a Jesús no le importaba el comportamiento de la mujer
adúltera? Claro que le importaba porque deseaba su bien. Cuando los acusadores
de la adúltera abandonaron el lugar avergonzados y dejaron solos a Jesús y a la
mujer, Jesús se dirige a la mujer y le dice: “¿Nadie te condenó? Ella responde. Nadie, Señor”. Jesús que es el
único que puede perdonar los pecados, le dice a la pecadora: “Ni yo te condeno, vete y no peques más”
(Juan 8: 3-11). ¿Hemos aprendido cómo deben tratarse los pecadores? Si no fuese
por la misericordia de Dios, ¿dónde estaríamos nosotros?
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