diumenge, 9 de gener del 2022

 

DEUTERONOMIO 32: 1

“Escuchad cielos, y hablaré, y oiga la tierra los dichos de mi boca”

Israel se encuentra ante la puerta de la Tierra Prometida, A Moisés se le prohíbe entrar en ella pero sí se le permite contemplarla desde lo alto del monte Nebo. Moisés se despide de su pueblo con un cántico del destacaré los dos primeros versículos sin menoscabo del resto del poema. Por estar registrado este cántico en las páginas de las Sagradas Escrituras sirve para enseñanza de todas las generaciones, sin olvidar la nuestra.

“Escuchad cielos, y hablaré, y oiga la tierra los dichos de mi boca. Goteará como lluvia mi enseñanza, destilará como el rocío mi razonamiento, como lluvia sobre la grama, y como gotas sobre la hierba” (vv. 1,2). El agua es fuente de vida. Sin ella la tierra se convierte en un desierto. En tiempo de sequía persistente los hombres ansían el agua como el ciervo brama por ella. Por acceder a las fuentes del agua a lo largo de la historia se han declarado muchas guerras.

El agua que cae del cielo puede ser torrencial y ocasionar destrozos difícilmente reparables como lo muestran las imágenes televisivas.

Los versículos que comentamos Moisés nos muestra el agua como goteo, rocío, llovizna. El cielo la deja caer lentamente, persistente, la suficiente para permitir que la tierra sea fértil para que produzca los alimentos que el hombre necesita para subsistir. No creo que Moisés tenga la mirada puesta en el bienestar físico del hombre únicamente,  porque al fin y al cabo la existencia del hombre sobre la Tierra es limitada para convertirse en polvo del cual lo extrajo el Creador.

Indiscutiblemente, Moisés al describir el agua, en primer lugar tiene presente a su pueblo. Pero su interés se ensancha hasta los confines d la Tierra por todas las generaciones. De la misma manera que la tierra necesita el agua para conservar su fertilidad, el hombre necesita la Palabra de Dios que es Jesús para que su alma viva. La sed espiritual del hombre se puede intentar apagarla bebiendo en aguas corruptas que como la salada no la apagan sino que la incrementan  hasta producir la muerte de quienes la beben.

La invitación del profeta Isaías a aquellos que tienen sed de Dios pero que no saben dónde encontrarle, les dice: “A todos los sedientos: Venid a las aguas, y a los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid comprad sin dinero y sin precio vino y leche. ¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará el alma con grosura” (Isaías 55: 1,2).

Jesús distingue el agua del pozo de la que él da, al decirle a la samaritana: “Cualquiera que beba de esta agua, volverá a tener sed, mas al que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino el agua que yo le daré será en él una fuente que salte para vida eterna" (Juan 4: 13,14)


 

JUAN 8: 9

“Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salieron uno a uno, comenzando por los más viejos hasta los postreros”

Los fariseos formaban parte de una estricta secta religiosa que se consideraban irreprensibles con respecto a la Ley de Moisés. Eran tan engreídos en su perfecto cumplimiento de la Ley de Dios que les impedía ver la biga clavada en su ojo lo cual les impedía mirarse a sí mismos y ver sus muchas imperfecciones.

Cuando Jesús llamó a Mateo a que le siguiese  estando  sentado en su oficina recaudando los tributos que tenían que pagar los ciudadanos, Mateo invitó a Jesús a comer a su casa. Al verlo, los fariseos se quejaron a los discípulos de que su Maestro comiese con los cobradores de impuestos y pecadores.  Oyéndolo Jesús, les dijo: “Id, pues, y aprended  lo que significa: Misericordia y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino pecadores al arrepentimiento” (Mateo 9: 9-13).

En otra ocasión Jesús y sus discípulos caminaban junto a un campo de trigo. Era sábado. Los discípulos que tenían hambre arrancaron unas espigas y las desgranaron fregándolas con sus manos. Los fariseos que fueron testigos de lo que consideraban una grave infracción de la Ley se acercaron a Jesús para denunciar la infracción cometida por sus discípulos. Jesús les dice: “Y si supierais lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio, no condenaríais a los inocentes” (Mateo 12: 7).

El perfeccionismo de los fariseos les impedía ver su propio corazón. Sí que se tienen que denunciar los pecados pero la corrección tiene que hacerse movidos por el amor de Dios que busca el arrepentimiento del pecador. Los juicios condenatorios que tan a menudo salen de nuestros labios contribuyen a endurecer nuestro propio corazón y no a hacer bien a los acusados. Tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de enjuiciar a los pecadores.

Juan nos relata el caso de la mujer sorprendida cometiendo adulterio que los fariseos llevan ante la presencia de Jesús para que la condene para que fuese apedreada según la Ley de Moisés. A estos irreprensibles que presumían de cumplir la Ley de Moisés, Jesús les dice: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” ¿Es que a Jesús no le importaba el comportamiento de la mujer adúltera? Claro que le importaba porque deseaba su bien. Cuando los acusadores de la adúltera abandonaron el lugar avergonzados y dejaron solos a Jesús y a la mujer, Jesús se dirige a la mujer y le dice: “¿Nadie te condenó? Ella responde. Nadie, Señor”. Jesús que es el único que puede perdonar los pecados, le dice a la pecadora: “Ni yo te condeno, vete y no peques más” (Juan 8: 3-11). ¿Hemos aprendido cómo deben tratarse los pecadores? Si no fuese por la misericordia de Dios, ¿dónde estaríamos nosotros?

 

 

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