dissabte, 25 de setembre del 2021

2 TIMOTEO 2: 19

“Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos y apártese de iniquidad todo aquel que invoca el Nombre de Cristo”

Un motivo de contentamiento es saber que el Señor conoce a los que son suyos desde antes de la fundación del mundo y, en su misericordia ha dado a su Hijo para que en Él los escogidos encuentren la vida eterna. Los verdaderos cristianos  hemos sido comprados para Dios al costoso precio de la muerte de su Hijo. El hecho de que Dios nos conoce desde antes de la fundación del mundo no significa que debamos relajarnos y dejarnos dominar por el mundo. La segunda parte del texto que comentamos no tiene desperdicio: “Apártese de iniquidad todo  aquel que invoca el Nombre de Cristo”.

Somos salvos por la gracia de Dios. Hemos sido justificados, es decir declarados justos, por la fe en el Nombre de Cristo que es don de Dios. Hemos sido hechos santos sin necesidad de haber hecho algo para serlo.  Porque Dios lo quiere así. Pero ello no quita nuestra responsabilidad de preocuparnos de nuestra salvación con temor y temblor. Nos ha hecho perfectos sin serlo de momento. El viejo hombre sigue vivo y con el deseo de volver a dominarnos con el dominio que ejercía en nosotros antes de la conversión a Cristo. De ahí que sea de rabiosa actualidad tener que apartarse de iniquidad todo aquel que invoca el Nombre de Cristo.

En la dura lucha contra el pecado, dispuesto siempre a levantar cabeza, no estamos solos. Antes de morir en la cruz Jesús anunció a sus discípulos que se iría pero que no los dejaría solos. Les enviaría el Consolador el Espíritu Santo que recordaría todo lo que Jesús enseñó durante su ministerio terrenal. Básicamente su mensaje es una apelación a que vivamos santamente. La faena del Espíritu Santo es hacernos ver que a pesar de que la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado, el viejo hombre con sus pasiones sigue vivo. La misión del Espíritu Santo consiste en hacer resaltar el pecado existente en nuestra carne para que lo aborrezcamos y nos apartemos de toda iniquidad. Dura lucha en que nos encontraremos durante todo el tiempo de nuestro peregrinaje terrenal. Como Cristo venció, los que estamos unidos a Él también venceremos. La victoria final está asegurada.

“No tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6: 12). En la lucha contra el pecado que nos apremia no la podemos hacer sin el Espíritu Santo que nos fortalece y nos estimula a revestirnos con toda la armadura de Dios para vencer a nuestras pasiones. “”Seguid la paz con todos  y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12: 14).


 

1 PEDRO 2: 22, 23

“”El cual (Jesús) no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca, quien cuando le maldecían no respondía con maldición, cuando padecía no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”

Pedro pone ante nosotros el ejemplo de Jesús para que le imitemos. Las imitaciones nunca son iguales al original. Por mucho que nos esforcemos a imitar a Jesús siempre nos quedamos cortos. Por esto la Escritura nos insta tener los ojos puestos en Jesús “el Autor y consumador de la fe” (Hebreos 12: 2). El apóstol nos insta a tener los ojos en Jesús sufriente para que aprendamos de Él cómo debemos comportarnos para cuando suframos por causa de la fe en Él.

“Para esto fuisteis llamados, porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2: 21). Jesús jamás protestó ante la persecución a que se vio sometido durante su ministerio terrenal. El dolor que le causaba la persecución lo ponía en las manos del Padre para que le fortaleciese. Cristo nos dio ejemplo para que sigamos sus pisadas.

El consejo que da Pedro a que sigamos el ejemplo de Cristo no lo da a los incrédulos. Si lo hiciese sería como pedir al árbol malo que dé frutos buenos. No. Lo pide a quienes en Cristo “llevó el mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia, y por cuya herida fuimos sanados. Porque vosotros erías como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Supervisor de vuestras almas” (vv. 24, 25).

Por nacimiento natural y por ser descendencia de Adán nacemos alejados del Pastor  y Supervisor de nuestras almas. Nacemos fuera del redil. Es necesario regresar a él. El Buen Pastor nos atrae a su redil por medio del anuncio del Evangelio. Los escogidos que el Padre da a su Hijo para que los salve son los que escuchan la voz del Buen Pastor y le siguen. Al oír el Evangelio creen el mensaje: “También tengo otras ovejas que no son de este redil, aquellas también tengo que atraer, y oirán mi voz, y habrá un rebaño y un Pastor” (Juan 10: 16).

Si el lector es de aquellos que no tienen el oído sensible a la voz del Buen Pastor y atiende a los aullidos de los lobos rapaces que persiguen su perdición eterna, pídele al Señor que tus oídos sean sensibles a su voz para atender a la voz del Buen Pastor que quiere conducirte junto a aguas de reposo en donde crecen delicados pastos que sacian la sed y el hambre de tu alma.

  

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