SANTIAGO 1: 27
“La religión pura y sin mancha delante
de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus
tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo”
La
Biblia contiene muchas referencias acerca de la pobreza. Pero no se encuentra
ninguna que diga algo parecido a lo que escribe Joan Josep Omella, arzobispo de
Barcelona: “en el receso para preparar el tiempo de Adviento del pasado mes de
noviembre (2020) que pasase por nuestra vida y nos removiese el corazón para
que fuésemos capaces de encontrar a Cristo…en la pobreza”. Es decir, para ir a
Cristo se necesita ayudar a los pobres. Las matemáticas del arzobispo no me
cuadran. Altera el orden de los factores. El orden lo establece Dios. La fe no
es un acto de la voluntad que decide creer. Es un regalo que concede el
Espíritu Santo sin pedir nada a cambio. “Porque
por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no es de vosotros, pues es
regalo de Dios, no por obras para que nadie se gloríe” (Efesios 2: 8,9). El apóstol Pablo sigue diciendo
cuál es el resultado del regalo de la fe. No hay efecto sin causa: Porque somos semejanza suya, creados en
Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas” (v.10). Al creyente no se le pide que actúe con independencia de Él, sino que con
humildad porque reconozca sus limitaciones y le pregunte al Señor: “¿Qué quieres que haga, Señor?” Como
respuesta va recibiendo conocimiento de los planes que el Señor tiene
dispuestos para él. Por el Espíritu Santo que se recibe previo el momento de la
conversión a Jesús, se cree en Él por fe, que la concede el Espíritu Santo
haciendo que en el creyente se vaya formando la imagen de Jesús. Lo cual hace
posible que el creyente vaya haciendo las obras que Dios de antemano ha
preparado para él. Sin el amor de Dios, los hombres pueden realizar obras
humanitarias. Lo vemos en hombres y mujeres, en algunos casos poniendo en
peligro sus vidas, ayudando a los menesterosos. Son obras que no agradan a Dios
como no lo fue la ofrenda que ofreció Caín (Génesis 4: 5). “Quien tiene misericordia del pobre hace un préstamo al Señor: Y Él
recompensará su obra” (Proverbios 19: 17).
Cuando
las obras se anteponen a la fe, es decir, se prescinde de Dios, en el hacer, se
llegan a decir sandeces como: “No olvidemos que los sacramentos, especialmente
la Eucaristía son “fármacos de eternidad”,
como dicen los santos padres de la Iglesia”. En vez de invocar a Cristo
implorando su ayuda para ministrar a los pobres, se invoca a “María (que) nos
ayudará en esta misión. Ella es la madre de los pobres. Ella es, como dice
hermosamente san Juan de Ávila, la enfermera del hospital de la misericordia de
Dios en donde los llagados se curan”. Se ve con claridad que no hace falta la
fe para ir a Jesús. Se necesita la mediación de María, el dicho tan en boca de
la clerecía: “A Jesús por María” no lleva a Él, sino al infierno porque María
no perdona los pecados. Solamente el Padre por medio del Hijo puede perdonar
los pecados.
SALMO 29: 1
“sálvame, oh Dios, porque las aguas han
entrado hasta el alma”
A pesar
de que Jesús es el Varón de dolores, David, el autor del Salmo 69 en su día
también fue varón de dolores. David no podía saber lo que le ocurriría al
Mesías que esperaba, pero sus experiencias dolorosas son figura de los dolores
que para nuestra salvación sufriría el Mesías.
David al escribir el salmo que sirve de base a la presente meditación
tiene mucho que decirnos de cómo enfrontarnos al sufrimiento que de una manera
u otra tendremos que enfrentarnos a lo largo de nuestra travesía por el valle de sombra de muerte.
El
salmo 69, que por el hecho de formar parte de las Sagradas Escrituras
cristianas inspiradas por Dios para nuestra enseñanza, es preciso que el lector
posea la fe que tenía David. Si para nosotros Dios es un dios desconocido como lo era para los atenienses, entonces el salmo
que comentamos no servirá para nuestra consolación. Sugiero al lector que si
tiene dudas respecto a Dios tenga presente lo que Jesús le dijo al padre que tenía un hijo endemoniado:
“Si puedes creer, al que cree todo le es
posible”. Inmediatamente el padre del muchacho clamó a Jesús diciéndole. “Creo, ayuda mi incredulidad” (Marcos 9.
23,24).
Desconocemos,
porque el salmo no lo específica, cuáles era las circunstancias dolorosas por
las que atravesaba David en el momento de escribirlo. Tenía que ser muy dura y
a la vez muy instructiva para que no caigamos en la tentación de considerar que
el salmo solamente nos va a beneficiar si nuestras tribulaciones fuesen las
mismas que las que atravesaba el monarca: “Sálvame,
oh Dios, porque las aguas han entrado dentro del alma. Estoy hundido en cieno
profundo, donde no puedo hacer pie” (vv, 1,2). Se hunde en una ciénaga con
el cieno llegándole al cuello. Está en las últimas. Lo da todo por perdido.
Pero no. Su fe le impulsa a pedir ayuda a Dios su Salvador: “Pero a ti oraba, oh Señor, al tiempo de
tu buena voluntad, oh Dios, por la
abundancia de tu misericordia, por la verdad de tu salvación, escúchame. Sácame
del lodo, y no sea yo sumergido” (vv. 13, 14).
En
algunas películas hemos visto la escena de alguien que se hunde en una ciénaga
se le lanza una cuerda para que cogiéndose de ella se tire desde el otro
extremo hasta depositarlo en terreno firme. En el campo espiritual no existe elemento
físico que nos saque del lodazal en que nos ha metido nuestro pecado. La ayuda
del hombre no sirve de nada. David angustiado clama a aquel que puede sacarle
del atolladero en que se encuentra metido: “Respóndeme,
Señor, porque benigna es tu misericordia, mírame conforme a la multitud de tus
piedades, no escondas de tu siervo tu rostro, porque estoy angustiado, óyeme,
acércate a mi alma, redímela, líbrame a causa de mis enemigos” (vv. 16-18).
Un clamor tan intenso no puede sino llegar a oídos de Jesús: “Al
que a mí viene no le echo fuera” (Juan 6: 37).
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