dilluns, 23 d’octubre del 2017

SANTIAGO 3: 5

“He aquí cuán gran fuego enciende un pequeño fuego”
Estas palabras del escritor sagrado ilustran el espantoso incendio forestal que ha arrasado extensiones enormes de tierra gallega, consumiendo propiedades y provocando muertes anticipadas. Pero Santiago no está preocupado por los daños físicos que pueden provocar un incendio forestal, aunque bien seguro lo estaría ante un fuego real, sino por los daños que puede producir una lengua descontrolada activada por Satanás.
Si una colilla  lanzada desde un coche que circula por de una zona forestal puede iniciar un gran fuego, “así también la lengua es un miembro pequeño que se jacta de grandes cosas” (Santiago 3:5).
¿Por qué la lengua siendo un miembro tan pequeño puede hacer tanto daño? Porque “la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno” (v.6). He aquí la perversidad de la lengua: “es inflamada por el infierno”. La tecnología en sí misma no es ni buena ni mala. Es lo uno o lo otro según sea la persona que la usa. La lengua no es ni buena ni mala. Es una cosa u otra según la condición moral de la persona que la mueve.
Dada la condición moral de la mayoría de las personas se utilizan las palabras como armas para destruir. De esta manera se ha puesto de manifiesto durante el conflicto político entre Catalunya y España en que se han dicho palabras que han salido de la boca de algunos políticos como bombas incendiarias para destrozar al oponente político. Del corazón airado salen palabras de las que después de dichas uno tendrá que arrepentirse. Pero el arrepentimiento siempre llega tarde. Las palabras son como las plumas lanzadas al viento que cuando se pretende recogerlas es imposible hacerse con todas ellas para ponerlas en el saco. El mal hecho con palabras incendiarias no se no se puede deshacer del todo. Siempre quedan ascuas que producen heridas que no acaban de cicatrizar.
¿Puede una fuente manar agua potable si el origen de donde procede está contaminado? ¿Verdad que no? Así tampoco de un corazón inflamado por el infierno no puede salir palabras  para edificar, construir. Las palabras que brotan de un corazón inflamado por el infierno son como gasolina que se derrama sobre el fuego. En vez de apagarlo lo aviva.
No se puede pedir peras al olmo. El árbol malo debe hacerse bueno. Ya está demostrado que la educación no lo consigue. Ni la religión por mucho que lo pretenda. Solamente existe una solución: Jesús. Con su muerte y resurrección hace posible que quienes crean en Él se convierten en árboles buenos. Jesús  y nadie más que Jesús es el Árbol que convierte el agua amarga en dulce.


DEUTERONOMIO 32: 10
“Le halló en tierra de desierto, y en yermo de terrible soledad, lo trajo alrededor, lo instruyó, lo guardó como la niña de su ojo”
Durante la larga travesía por el desierto, aparentemente dejado a su suerte, la columna de nube y de fuego protegía a Israel “para guiarlos por el camino y de para alumbrarlos, a fin de que anduviesen de día y de noche” (Éxodo 13: 21). La presencia del Señor estaba con ellos de día y de noche.
El texto que comentamos hoy muestra una manera muy peculiar de protegernos Dios. Dios que guardó a Israel “como la niña de su ojo”. El ojo es la parte más sensible del cuerpo. La más ínfima partícula de polvo le produce un fuerte malestar. La luz resplandeciente del sol le obliga a cerrar los párpados. El Señor nos viene a decir en este texto que con la rapidez instantánea como actuamos para proteger el ojo de un elemento extraño que lo perjudica, así el Señor reacciona para protegernos. El Señor que había sacado con mano fuerte a Israel de la esclavitud egipcia seguiría protegiéndolo durante la travesía del desierto y a lo largo de toda su historia. Dios, por el don de la fe en su Hijo Jesucristo nos libra de la esclavitud del pecado y de Satanás. En aquel instante se inicia un peregrinaje que nos lleva desde la pertenencia a un reino temporal hacia el reino eterno de Dios. El reino temporal al que seguimos perteneciendo a pesar de habernos convertido en ciudadanos del Reino de Dios no está gobernado por la persona que lo preside, sino por Satanás, que es el dios de este mundo. Satanás no quiere que abandonemos el Egipto que gobierna. El antiguo Israel es una muestra de ello. Obligado, dejó salir de Egipto a Israel. Al poco tiempo salió en persecución de los fugitivos para hacerles volver  a la esclavitud: Pero el Faraón y su ejército pereció ahogado en las aguas del Mar Rojo. Los cristianos que hemos abandonado Egipto todavía no hemos llegado a la Jerusalén celestial. Peregrinamos hacia ella. Desconocemos la duración de nuestro viaje. Solamente el Rey lo sabe. Lo que sí conocemos es que el Señor nos “guarda como la niña de su ojo.




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