SALM 142: 1
“Con
mi voz clamé al Señor, con mi voz pediré al Señor misericordia”
El salmista no busca mediadores que
se interpongan entre él y el señor.
Rechaza del todo la doctrina: a Jesús por María. Con sus propios labios
suplicará misericordia al Único que se la puede conceder: Jesús. No sigue el
mal ejemplo que dieron Adán y Eva que al darse cuenta de que iban desnudos se
cosieron delantales con hojas de higuera para cubrir la desnudez que les
avergonzaba. Al oír los pasos del Señor que se aceraba corrieron a esconderse
entre los árboles. No pudieron resistir la llamada del Señor y salieron
avergonzados de entre los árboles. El Señor cubrió la desnudez de ellos, que no
podían tapar los delantales que habían confeccionado con hojas de higuera, es
de suponer con las pieles de unos corderos, en señal de “haber lavado sus
ropas, y haberlas blanqueado en la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7: 14).
Habiéndole lavado el Cordero de Dios su
pecado, el salmista no se esconde del Señor. Aunque sigue siendo pecador y
reconociendo su condición para Dios su
pecado ya no existe porque Jesús el Cordero de Dios, con su sangre derramada en
la cruz elimina el pecado del pueblo de Dios de todos los tiempos.
“Delante
de Él”, dice el salmista, “expondré mi queja, delante de Él manifestaré mi angustia. Cuando mi
espíritu se angustiaba dentro de mí, tú conociste mi senda” (vv. 2, 3).
Ahora que el salmista ha hecho la paz con Dios
ya no se esconde de su presencia. Todo lo contrario, sale a su encuentro
sin miedo porque ahora Dios es su amigo: “Tú
eres mi esperanza” (v. 3). A pesar de que el salmista es un hombre de Dios
y es amigo de Él como lo fue Abraham, su antepasado, sigue siendo un pecador
que se encuentra rodeado de pecadores que no le ofrecen refugio y que no se preocupan
de él. Entre los hombres se siente abandonado. A pesar de la soledad humana: “dije: tú eres mi esperanza y mi porción en
la tierra de los vivientes. Escucha mi clamor, porque estoy muy afligido” (vv. 5, 6).
Escribo este comentario en la mañana del
llamado Viernes Santo. Durante estos días se vive un extremado fervor
religioso. El nombre Jesús se pronuncia
hasta la saciedad. Multitudes se aglomeran para contemplar los pasos que
muestran a un Jesús muerto. A estas multitudes que se hacinan para ver las
procesiones poco les importa qué signifiquen los pasos que se exhiben. Lo que
les importa de verdad es la actuación de los actores que acompañan a las
imágenes inamovibles y mudas.
Mucha religiosidad durante las
procesiones y mucha soledad permanente. Finalizada la Semana Santa. Las
imágenes custodiadas en los almacenes y los comparsas regresados a sus
ocupaciones habituales. La vida sigue su curso habitual. La soledad existencial
sigue viva. El salmista clama. “Escucha
mi clamor, porque estoy muy afligido. Líbrame de los que me persiguen, porque
son más fuertes que yo” (vv. 6, 7).
Las imágenes mudas, sordas y sin vida no pueden escuchar nuestro clamor. La
religiosidad aparente no nos libra de la angustia.
ROMANOS 3: 24
“Por
cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”
“Dios nos quiere responsables de nuestros
actos y de nuestras omisiones culpables. Por esto nos propone que cambiemos,
que hagamos penitencia. La Cuaresma dejando que la Iglesia misericordiosa y
atenta nos pone ceniza sobre la cabeza, y nos recuerda: “Convertíos y creed en
el Evangelio” (Marcos 1: 15). ¿Nos atreveremos a reconocer que hemos obrado mal
e intentaremos cambiar y hacer penitencia?” (Juan Enrique Vives, arzobispo de
Urgell).
El título del escrito del prelado del que
he extraído el texto citado es. “Hacer penitencia”. ¿Qué significa hacer
penitencia? “Es una doble herejía que
después de la expiación hecha por Cristo
nos queda aún a nosotros expiar alguna pena, y que el hombre puede con
sus obras satisfacer la justicia divina” (Teófilo Gay).
La penitencia es un invento eclesiástico
que pone de manifiesto la maldad humana y que con una contrición de la propia
maldad, la confesión auricular a un sacerdote y hacer obras ascéticas, se
consigue la paz con Dios. La penitencia eclesiástica pone al pecador en
manos de un sacerdote que supuestamente
tiene poder de perdonar pecados. Los fariseos, que pertenecían a la secta
religiosa más relevante existente en tiempos de Jesús, acusan al Maestro de
blasfemo porque decía que tenía poder de perdonar pecados: “¿Quién es éste que habla blasfemias? ¿Quién
puede perdonar pecados sino solo Dios? (Lucas 5: 21). Si Jesús fuese un
hombre como todos los demás, la acusación de blasfemo hubiese sido correcta.
Los fariseos se equivocaron cuando acusaron a Jesús de blasfemo porque siendo
Jesús Dios, sí tiene poder de perdonar pecados. Este texto de Lucas tendría que
hacer reflexionar a los curas y a los fieles católicos.
El Señor envió
al rey David al profeta Natán para amonestarle
por haber tenido en poco la palabra del Señor “haciendo lo malo delante de sus ojos: A Urías heteo lo mataste con la
espada de los hijos de Amón, y tomaste por mujer a su mujer” (2 Samuel 12:
9). El profeta no receta penitencia al
rey para conseguir el perdón de Dios. Se arrepintió de sus pecados y se volvió
a Dios pidiéndole perdón. Fruto de esta experiencia liberadora, David escribió
el Salmo 51 donde detalla qué es el verdadero arrepentimiento: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu
misericordia…Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo
reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti,
contra ti solo he pecado y hecho lo malo delante de tus ojos…He aquí, en maldad
he sido formado, y en pecado me concibió mi madre…Y en lo secreto me has hecho
comprender sabiduría. Purifícame con hisopo y seré limpio, lávame y seré más
blanco que la nieve”. La consecuencia del perdón divino es: “Crea en mí, oh Dios, un corazón
limpio…Vuélveme el gozo de tu salvación…”
Quienes se
aferran a la penitencia como medio para alcanzar el favor de Dios, ¿pueden
expresar el gozo intenso que manifiesta David que se acoge al perdón
del Dios misericordioso?