diumenge, 28 de novembre del 2021

 

ÉXODO 3: 9

“El clamor, pues de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen”

Vivimos en un mundo envuelto en llamas. La opresión en sus diversas manifestaciones se multiplica por doquier. El texto que comentamos es la consecuencia de la terrible opresión que Egipto ejercía sobre los israelitas. La crueldad con se maltrataba a los hebreos impulsaba a éstos a clamar a Dios. Si no es  Dios el Padre de nuestro Señor Jesucristo, ¿quién va a oírnos? Los ídolos tienen orejas pero no escuchan. De ellos no se va a recibir respuesta. Si la hay es de Satanás quien se esconde detrás de las imágenes no para bien de los orantes sino para su muerte eterna. No debemos dejarnos coger en el engaño satánico que nos impulsa a buscar consuelo allí donde no lo hay.

Los hebreos clamaron al Dios  que los podía sacar de tribulación. Los oyó y empezó a dar los pasos que llevarían a su liberación. El Señor escoge como libertador humano a Moisés que se le aparece en una zarza ardiendo que no se consume y le dice: “Ve, y reúne a los ancianos de Israel y diles: El Señor el Dios de vuestros padres…me apareció diciendo: En verdad os he visitado, y he visto lo que se os hace en Egipto, y he dicho: yo os sacaré de la aflicción de Egipto… ”(Éxodo 3: 16,17).

Moisés emprende la tarea liberadora  y lo que primero que hace es presentarse ante el faraón pidiéndole que deje marchar a los israelitas. El resultado es el endurecimiento de la opresión y que iba acompañada de las Diez Plagas que asolaron Egipto. La obstinación del faraón de no dejar marchar a los hebreos condujo a la noche terrible en que murieron los primogénitos de los egipcios y de los animales. Después de este hecho fue cuando el faraón de prisa y corriendo el faraón dejó salir a los israelitas de Egipto.

Muchos se preguntarán: ¿Por qué el faraón no dejó salir al pueblo hebreo en el mismo momento en que Moisés compareció ante su presencia solicitándolo. Los pensamientos del Señor son más altos que los nuestros. Los desconocemos. Pero los vamos conociendo poco a poco. Pero sí sabemos los motivos que tiene el Señor para no destruir a los malvados tan pronto como cometen el primer delito. Entre ellos nos encontramos tanto el lector como yo: “El Señor no retrasa su promesa, según algunos tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que nadie perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3: 9). Resumiendo: Dios no se precipita en castigar a los malhechores aun cuando éstos sean de cuello blanco. La paciencia del Señor les permite arrepentirse. Espera hasta que el colmo de la maldad hace que el vaso se derrame (Génesis 15: 16). Llegado a este punto la justicia divina se aplica con todo su rigor. La justicia divina que tantos desean para otros tal vez no se vea en este mundo, pero lo será en el otro.


 

ÉXODO 10: 4

“Y si aún rehúsas de dejar marchar a mi pueblo, he aquí que mañana, yo traeré sobre tu territorio la langosta”

El tema de las diez plagas que terminaron con la aniquilación del ejército egipcio sepultado bajo las aguas del Mar Rojo pone sobre la mesa el tema del poder político. Todo el texto que trata de las diez plagas plantea un enfrentamiento entre el faraón y Dios. Debido al carácter divino que se le atribuía al faraón, de hecho se trata de un enfrentamiento entre Dios  y las autoridades humanas que habiéndose divinizado por el poder adquirido se niegan  a reconocer el origen divino de su poder. El apóstol Pablo esclarece la duda cuando escribe: “Sométase toda persona a las autoridades superiores, porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas…” (Romanos 13: 1-8).

Los Diez Mandamientos destacan que Dios como autoridad suprema delega en los padres la autoridad sobre los hijos. De ello se desprende la autoridad que debe darse en las distintas esferas sociales para que no se introduzca la anarquía que tantos daños produce. El relato del faraón bíblico que ha quedado preservado en las páginas de la Biblia no es un cuento fabuloso para entretenimiento de los niños. El hecho de que dicho relato se haya conservado a lo largo de los siglos hasta nuestros días en las páginas de las Sagradas Escrituras cristianas tiene una finalidad pedagógica. Pretende enseñar a las autoridades que el origen de su poder no se encuentra en ellas mismas sino en Dios que se lo ha concedido. Se equivocan si no entienden esto. Este error les lleva a creer que no tienen que dar cuenta a nadie de sus actos. Se equivocan. Pueden saltarse los controles establecidos para evitar que la corrupción ensucie a los gobernantes, pero no pueden escabullirse del control que Dios ejerce sobre ellos.

En su engreimiento el faraón dijo a Moisés: “¿Quién es el Señor, para que oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco al Señor, ni tampoco dejaré ir a Israel” (Éxodo 5: 2).

Quiéranlo o no, los gobernantes como el resto de los mortales tendrán que presentarse en su día ante Cristo para dar cuenta de todos sus actos. Pretenderán  exculparse de no haber hecho justicia a sus pueblos alegando ignorancia: “Entonces” (el Señor) “les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no hiciste justicia a uno de estos más pequeños” (los ciudadanos) “tampoco a mí lo hicisteis”, Ahora el Señor dicta la sentencia que es irrevocable: “E irán éstos al castigo terno, y los justos a la vida eterna” (Mateo 25: 31-46). Con la justicia de Cristo no se juega. Nunca admite cohecho y es cien por cien justa.

 

 

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