EZEQUIEL 28:2
“Por cuanto se enalteció tu corazón, y
dijiste: Yo soy un dios”
El
profeta Ezequiel personifica la ciudad de Tiro otorgándole sentimientos
humanos. La ciudad no tiene sentimientos como tampoco los tienen las ciudades
de hoy. Pero sí sus ciudadanos. Cuando el profeta le dice que naciones
extranjeras “desenvainarán sus espadas
contra la hermosura de tu sabiduría, y mancharán tu esplendor. Al sepulcro te
harán descender, y morirás con la muerte de los que mueren en medio de los
mares” (vv. 7,8), en nombre de Dios el profeta juzga y condena al rey y a los
ciudadanos de aquella esplendorosa ciudad que en su orgullo se consideraban
dioses.
El
orgullo que condujo a la destrucción de Tiro por el ejército de Nabucodonosor
rey de Babilonia fue el mismo que a su vez ocasionó la destrucción de
Babilonia. Es el mismo que conduce a la destrucción de las naciones de nuestro
tiempo. El corazón de Tiro se enalteció hasta el punto de decir: “Yo soy un
dios”.
Cuando
en nuestro tiempo besamos las banderas que representan a las naciones y hacemos
el ridículo al intentar negar la existencia de naciones que no se las reconoce
como tales, ¿no estamos rindiendo unos honores que únicamente se le debe rendir
a Dios?
La
sentencia que Dios dicta contra Tiro es: “De
la muerte de los incircuncisos morirás por mano de extranjero, porque yo he
hablado, dice el Señor” (v. 10). Por la historia sabemos que las naciones
han ido cambiando de manos sucesivamente a medida que la iniquidad iba colmando
el vaso y Dios dice: ¡Basta! ¿Cómo terminarán las actuales? No lo sabemos.
Indiscutiblemente Dios ha dictado ya sentencia y les concede un margen para que
puedan arrepentirse de sus pecados. Recordemos el caso de Nínive. Dios le
concedió un plazo de cuarenta días antes de destruirla. En su misericordia le
envió al profeta Jonás para que le hablara un mensaje de arrepentimiento. El
orgullo nacional del profeta le impedía obedecer el mandato de Dios, pero el
Señor lo humilló manteniéndolo tres días y tres noches en el vientre de un gran
pez. Cuando el gran pez lo vomitó en tierra firme, a regañadientes, Jonás
predicó el mensaje de arrepentimiento que se la había encargado. La ciudad, los
ciudadanos, escucharon el mensaje de Dios y se arrepintieron. Los cuarenta días
de plazo se convirtieron en unos tres cientos años. Cuando Nínive llegó al
punto de no retorno, una confederación de naciones pusieron fin a su esplendor.
Desconocemos
el plan de Dios para las naciones de hoy. Desconocemos el plazo que les concede
antes de ser destruidas. Lo hará “con la
muerte de los que mueren en medio de los mares”. La hora fatídica llegará a
su tiempo. Tal vez no se producirá un arrepentimiento colectivo como ocurrió
con Nínive. Sí puede darse el arrepentimiento individual que permite que Dios
envíe un ángel que nos coja de la mano y
nos saque de la destrucción de la misma manera como lo hizo con Lot para
sacarlo de la destrucción de Sodoma y Gomorra.
SALMO 50: 15
“E invócame en el día de la angustia, te
libraré, y tú me honrarás”
El
corazón humano tiende a enaltecerse. ‘Cuan poco han influido en nosotros las
palabras de Jesús “Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón”! (Mateo 11: 29). ¡Cuánto nos parecemos al fariseo que en pie en el
templo oraba de esta manera: “Dios te doy
gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni
aun como este cobrador de impuestos” (Lucas 18: 11). Ni tan siquiera la
religión es capaz de frenar el impulso de frenar el orgullo que nos impulsa a
exhibir públicamente nuestra religiosidad.
“Oye pueblo mío, y yo hablaré, escucha Israel
y yo testificaré contra ti” (Salmo 50: 1). ¿Qué es lo que tiene que decir contra la iglesia judía?
No tiene nada que decir de los holocaustos y sacrificios que se ofrecían en el
templo. Los sacrificios de animales que en aquella época se ofrecían y que
simbolizaban la muerte de Jesús en la cruz del Gólgota eran aceptados de no ser
que se ofreciesen animales defectuosos. Eso sí que no era permitido porque la
imperfección no representaba la triple santidad de Jesús el “Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo”.
Cuando
el salmista Scribe: “Sacrifica a Dios
alabanza, y paga tus votos al Altísimo” (v. 14), parece indicar que a los
sacrificios que se ofrecían en el templo les faltaba la actitud correcta que
tenía que darse en el corazón de quienes los ofrecían. En el Nuevo Testamento
cuando Jesús se entrega a morir en la cruz como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, lo hace una sola
vez. Con un solo sacrificio hace perfectos a todos los que creen en Él. Su
muerte se recuerda con el pan y el vino que simbolizan el cuerpo y la sangre de
Jesús. De la misma manera que los sacrificios cruentos podían ofrecerse sin la
disposición correcta del corazón, sucede con los que participan en la
celebración de la Cena del Señor. El hecho de comer el pan y beber la copa no
significa a los ojos escrutadores del Señor van a dar su visto bueno. Para que
esto no sea esto nuestro caso nos
advierte con las palabras del apóstol Pablo: “De manera que cualquiera que come este pan y bebe de esta copa del
Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por
tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa.
Porque el que come y bebe indignamente,
sin discernir el cuerpo del Señor, juicio como y bebe para sí. Por lo cual hay
muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen” (1
Corintios 11: 27-30). Participando a la ligera en la Cena del Señor tiene sus
consecuencias. No se recupera o se mantiene la salud espiritual porque los
símbolos no lo hacen. Sin probarse cada uno a sí mismo es ser hipócrita. El resultado
puede ser la enfermedad o la muerte prematura. Con del Señor no se juega. ¿Qué
le ocurrió a Ananías y Safira, el matrimonio que pretendió engañar al Espíritu
santo? Fallecieron fulminantemente (Hechos 5: 1-11).
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