dimarts, 6 d’abril del 2021

 

EZEQUIEL 28:2

“Por cuanto se enalteció tu corazón, y dijiste: Yo soy un dios”

El profeta Ezequiel personifica la ciudad de Tiro otorgándole sentimientos humanos. La ciudad no tiene sentimientos como tampoco los tienen las ciudades de hoy. Pero sí sus ciudadanos. Cuando el profeta le dice que naciones extranjeras “desenvainarán sus espadas contra la hermosura de tu sabiduría, y mancharán tu esplendor. Al sepulcro te harán descender, y morirás con la muerte de los que mueren en medio de los mares” (vv. 7,8), en nombre de Dios  el profeta juzga y condena al rey y a los ciudadanos de aquella esplendorosa ciudad que en su orgullo se consideraban dioses.

El orgullo que condujo a la destrucción de Tiro por el ejército de Nabucodonosor rey de Babilonia fue el mismo que a su vez ocasionó la destrucción de Babilonia. Es el mismo que conduce a la destrucción de las naciones de nuestro tiempo. El corazón de Tiro se enalteció hasta el punto de decir: “Yo soy un dios”.

Cuando en nuestro tiempo besamos las banderas que representan a las naciones y hacemos el ridículo al intentar negar la existencia de naciones que no se las reconoce como tales, ¿no estamos rindiendo unos honores que únicamente se le debe rendir a Dios?

La sentencia que Dios dicta contra Tiro es: “De la muerte de los incircuncisos morirás por mano de extranjero, porque yo he hablado, dice el Señor” (v. 10). Por la historia sabemos que las naciones han ido cambiando de manos sucesivamente a medida que la iniquidad iba colmando el vaso y Dios dice: ¡Basta! ¿Cómo terminarán las actuales? No lo sabemos. Indiscutiblemente Dios ha dictado ya sentencia y les concede un margen para que puedan arrepentirse de sus pecados. Recordemos el caso de Nínive. Dios le concedió un plazo de cuarenta días antes de destruirla. En su misericordia le envió al profeta Jonás para que le hablara un mensaje de arrepentimiento. El orgullo nacional del profeta le impedía obedecer el mandato de Dios, pero el Señor lo humilló manteniéndolo tres días y tres noches en el vientre de un gran pez. Cuando el gran pez lo vomitó en tierra firme, a regañadientes, Jonás predicó el mensaje de arrepentimiento que se la había encargado. La ciudad, los ciudadanos, escucharon el mensaje de Dios y se arrepintieron. Los cuarenta días de plazo se convirtieron en unos tres cientos años. Cuando Nínive llegó al punto de no retorno, una confederación de naciones pusieron fin a su esplendor.

Desconocemos el plan de Dios para las naciones de hoy. Desconocemos el plazo que les concede antes de ser destruidas. Lo hará “con la muerte de los que mueren en medio de los mares”. La hora fatídica llegará a su tiempo. Tal vez no se producirá un arrepentimiento colectivo como ocurrió con Nínive. Sí puede darse el arrepentimiento individual que permite que Dios envíe un ángel que nos  coja de la mano y nos saque de la destrucción de la misma manera como lo hizo con Lot para sacarlo de la destrucción de Sodoma y Gomorra.


 

SALMO 50: 15

“E invócame en el día de la angustia, te libraré, y tú me honrarás”

El corazón humano tiende a enaltecerse. ‘Cuan poco han influido en nosotros las palabras de Jesús “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”! (Mateo 11: 29). ¡Cuánto  nos parecemos al fariseo que en pie en el templo oraba de esta manera: “Dios te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este cobrador de impuestos” (Lucas 18: 11). Ni tan siquiera la religión es capaz de frenar el impulso de frenar el orgullo que nos impulsa a exhibir públicamente nuestra religiosidad.

“Oye pueblo mío, y yo hablaré, escucha Israel y yo testificaré contra ti” (Salmo 50: 1). ¿Qué es lo que tiene que decir contra la iglesia judía? No tiene nada que decir de los holocaustos y sacrificios que se ofrecían en el templo. Los sacrificios de animales que en aquella época se ofrecían y que simbolizaban la muerte de Jesús en la cruz del Gólgota eran aceptados de no ser que se ofreciesen animales defectuosos. Eso sí que no era permitido porque la imperfección no representaba la triple santidad de Jesús el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Cuando el salmista Scribe: “Sacrifica a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo” (v. 14), parece indicar que a los sacrificios que se ofrecían en el templo les faltaba la actitud correcta que tenía que darse en el corazón de quienes los ofrecían. En el Nuevo Testamento cuando Jesús se entrega a morir en la cruz como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, lo hace una sola vez. Con un solo sacrificio hace perfectos a todos los que creen en Él. Su muerte se recuerda con el pan y el vino que simbolizan el cuerpo y la sangre de Jesús. De la misma manera que los sacrificios cruentos podían ofrecerse sin la disposición correcta del corazón, sucede con los que participan en la celebración de la Cena del Señor. El hecho de comer el pan y beber la copa no significa a los ojos escrutadores del Señor van a dar su visto bueno. Para que esto no sea esto  nuestro caso nos advierte con las palabras del apóstol Pablo: “De manera que cualquiera que come este pan y bebe de esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y  bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio como y bebe para sí. Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen” (1 Corintios 11: 27-30). Participando a la ligera en la Cena del Señor tiene sus consecuencias. No se recupera o se mantiene la salud espiritual porque los símbolos no lo hacen. Sin probarse cada uno a sí mismo es ser hipócrita. El resultado puede ser la enfermedad o la muerte prematura. Con del Señor no se juega. ¿Qué le ocurrió a Ananías y Safira, el matrimonio que pretendió engañar al Espíritu santo? Fallecieron fulminantemente (Hechos 5: 1-11).

 

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