SALMO 118: 19,20
“Abridme
las puertas de la justicia, y entraré por ellas, alabaré al Señor. Esa es la
puerta del Señor, por ella entrarán los justos”
El salmo 118 es un cántico de alabanza al
Señor “porque Él es bueno, porque para siempre es su misericordia” (v.1). El
salmista expresa que desde “la angustia
invocaré al Señor y me responderá el Señor poniéndome en lugar espacioso”(v.5).
En todas las circunstancias adversas el salmista encuentra consuelo. Incluso
cuando la mano del Señor está sobre él para reprenderle, el salmista encuentra
protección en el Señor: “Me empujaste con violencia para que cayese, pero me
ayudó el Señor. Mi fortaleza y mi cántico en el Señor, y Él me ha sido por
salvación” (vv. 13,14). Para el salmista no hay nadie que no sea el Señor. Todo
gira en torno a Jesús.
¿Cómo puede el pecador ser justificado
ante Dios, es decir, que Dios le vea como una persona que jamás hubiese
cometido pecado alguno? Este es el gran dilema que subyace en el alma. ¿Cómo
puede ser que el árbol malo se convierta en uno bueno que dé frutos que
glorifiquen a Dios? A esta pregunta le da respuesta el salmista cuando escribe:
“abridme las puertas de la justicia, entraré por ellas, alabaré al Señor, esta es la puerta del
Señor, por ella entrarán los justos”. Este texto nos transporta a Juan 10 en
donde Jesús relata la parábola del redil y nos presenta a Jesús como el Buen
Pastor, describiéndolo como: “Yo soy la puerta, el que por mí entre, será
salvo” (v.9). Para alcanzar la salvación, es decir, obtener el favor de Dios
sólo existe una manera: Creer en Jesús como Señor y Salvador, En el llamado
Sermón de la Montaña Jesús insta a sus oyentes a “entrar por la puerta
estrecha… porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida,
y pocos son los que la hallan” (Mateo 7: 13,14). El camino de la salvación es
muy estrecho. No da pie a muchas opciones. Jesús le dice a Tomás: “Yo soy el
camino, y la verdad, y la vida, nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14.6).
Jesús, únicamente Él es el camino angosto que lleva a la puerta estrecha que da acceso a la presencia del
Padre. Las multitudes que transitan por el camino ancho que conduce a la puerta
amplia, yerran el camino. Cuando atraviesan la puerta no se encuentran con el
Padre dándoles la bienvenida sino con Jesús el Juez supremo que los juzgará
según sus obras. Serán merecedores de oír la sentencia inapelable: “No os
conozco, apartaos de mí hacedores de maldad” (Mateo 7: 23). Trágico destino
para aquellos que confiando en la iglesia institucional, en santos y vírgenes
tengan que sufrir “pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del
Señor y de la gloria de su poder” (2 Tesalonicenses
1: 9).
MATEO 15:3
Respondiendo
Él, les dijo: ¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por
vuestra tradición?”
Unos escribas y fariseos se acercan a
Jesús y le dicen: “Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los
ancianos?” ((v.2). Esta pregunta con la respuesta que les da Jesús que es el texto que motiva este
comentario, pone sobre la mesa el dilema que siempre se ha dado. La posición
que deben ocupar en la práctica religiosa dos tradiciones. La autoridad de las
tradiciones humanas y la de la Palabra de Dios. Pienso que las tradiciones
humanas básicamente no son dañinas, se hacen perjudícales cuando adquieren una
autoridad que no les corresponde al interponerse entre la autoridad de Dios y
de su Palabra que es absoluta.
En la controversia con los escribas y
fariseos Jesús saca a relucir la honra que debe darse a los padres cuando les
dice: “Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga al padre o a la madre
muera irremisiblemente” (v. 4). Según la tradición de los ancianos cuando un
hijo negaba la ayuda a sus padres porque parte de sus bienes los había dedicado
a Dios, llegado el caso de que los padres necesitasen la ayuda filial “ya no ha
de honrar a su padre y a su madre (v.6)”). Ante semejante injusticia Jesús dice
a los tradicionalistas: “Así habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición” (v. 6). La tradición
jamás debe suplantar la autoridad de la Palabra de Dios. Las tradiciones nacen
de la costumbre de hacer las cosas. Llegado a cierto punto las costumbres se
convierten en ley. Llegada esta situación la tradición suplanta la autoridad de
Dios y de su Palabra lo cual conduce a situaciones tan anómalas como dejar de
honrar al padre y a la madre en sus necesidades, contraviniendo el mandamiento
(Éxodo 20:12).
Llegado a este punto en que la tradición
prevalece por encima de la Palabra de Dios, Jesús citando al profeta Isaías
dice a los tradicionalistas: “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón
está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas,
mandamientos de hombres” (vv. 8,9). Jesús desaprueba la tradición convertida en
ley que suplanta a la Palabra de Dios. Dada la facilidad con que se produce
dicha alteración de prioridades debemos tomarnos muy seriamente descubrir en
qué damos más importancia: a la tradición o a la Palabra.
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