dilluns, 6 d’agost del 2018


SALMO 118: 19,20

“Abridme las puertas de la justicia, y entraré por ellas, alabaré al Señor. Esa es la puerta del Señor, por ella entrarán los justos”
El salmo 118 es un cántico de alabanza al Señor “porque Él es bueno, porque para siempre es su misericordia” (v.1). El salmista expresa que desde  “la angustia invocaré al Señor y me responderá el Señor poniéndome en lugar espacioso”(v.5). En todas las circunstancias adversas el salmista encuentra consuelo. Incluso cuando la mano del Señor está sobre él para reprenderle, el salmista encuentra protección en el Señor: “Me empujaste con violencia para que cayese, pero me ayudó el Señor. Mi fortaleza y mi cántico en el Señor, y Él me ha sido por salvación” (vv. 13,14). Para el salmista no hay nadie que no sea el Señor. Todo gira en torno a Jesús.
¿Cómo puede el pecador ser justificado ante Dios, es decir, que Dios le vea como una persona que jamás hubiese cometido pecado alguno? Este es el gran dilema que subyace en el alma. ¿Cómo puede ser que el árbol malo se convierta en uno bueno que dé frutos que glorifiquen a Dios? A esta pregunta le da respuesta el salmista cuando escribe: “abridme las puertas de la justicia, entraré por ellas,  alabaré al Señor, esta es la puerta del Señor, por ella entrarán los justos”. Este texto nos transporta a Juan 10 en donde Jesús relata la parábola del redil y nos presenta a Jesús como el Buen Pastor, describiéndolo como: “Yo soy la puerta, el que por mí entre, será salvo” (v.9). Para alcanzar la salvación, es decir, obtener el favor de Dios sólo existe una manera: Creer en Jesús como Señor y Salvador, En el llamado Sermón de la Montaña Jesús insta a sus oyentes a “entrar por la puerta estrecha… porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7: 13,14). El camino de la salvación es muy estrecho. No da pie a muchas opciones. Jesús le dice a Tomás: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida, nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14.6). Jesús, únicamente Él es el camino angosto que lleva a la puerta  estrecha que da acceso a la presencia del Padre. Las multitudes que transitan por el camino ancho que conduce a la puerta amplia, yerran el camino. Cuando atraviesan la puerta no se encuentran con el Padre dándoles la bienvenida sino con Jesús el Juez supremo que los juzgará según sus obras. Serán merecedores de oír la sentencia inapelable: “No os conozco, apartaos de mí hacedores de maldad” (Mateo 7: 23). Trágico destino para aquellos que confiando en la iglesia institucional, en santos y vírgenes tengan que sufrir “pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria  de su poder” (2 Tesalonicenses 1: 9).


MATEO 15:3

Respondiendo Él, les dijo: ¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición?”
Unos escribas y fariseos se acercan a Jesús y le dicen: “Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos?” ((v.2). Esta pregunta con la respuesta que les da  Jesús que es el texto que motiva este comentario, pone sobre la mesa el dilema que siempre se ha dado. La posición que deben ocupar en la práctica religiosa dos tradiciones. La autoridad de las tradiciones humanas y la de la Palabra de Dios. Pienso que las tradiciones humanas básicamente no son dañinas, se hacen perjudícales cuando adquieren una autoridad que no les corresponde al interponerse entre la autoridad de Dios y de su Palabra que es absoluta.
En la controversia con los escribas y fariseos Jesús saca a relucir la honra que debe darse a los padres cuando les dice: “Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga al padre o a la madre muera irremisiblemente” (v. 4). Según la tradición de los ancianos cuando un hijo negaba la ayuda a sus padres porque parte de sus bienes los había dedicado a Dios, llegado el caso de que los padres necesitasen la ayuda filial “ya no ha de honrar a su padre y a su madre (v.6)”). Ante semejante injusticia Jesús dice a los tradicionalistas: “Así habéis invalidado el mandamiento de Dios  por vuestra tradición” (v. 6). La tradición jamás debe suplantar la autoridad de la Palabra de Dios. Las tradiciones nacen de la costumbre de hacer las cosas. Llegado a cierto punto las costumbres se convierten en ley. Llegada esta situación la tradición suplanta la autoridad de Dios y de su Palabra lo cual conduce a situaciones tan anómalas como dejar de honrar al padre y a la madre en sus necesidades, contraviniendo el mandamiento (Éxodo 20:12).
Llegado a este punto en que la tradición prevalece por encima de la Palabra de Dios, Jesús citando al profeta Isaías dice a los tradicionalistas: “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (vv. 8,9). Jesús desaprueba la tradición convertida en ley que suplanta a la Palabra de Dios. Dada la facilidad con que se produce dicha alteración de prioridades debemos tomarnos muy seriamente descubrir en qué damos más importancia: a la tradición  o a la Palabra.






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