dilluns, 13 d’octubre del 2014


EZEQUIEL 8:6


“Me dijo entonces: Hijo de hombre, ¿no ves lo que éstos hacen, las grandes abominaciones que la casa de Israel hace aquí para alejarme de mi santuario? Pero vuélvete aún, y verás abominaciones mayores”

Ezequiel que se encuentra deportado en Babilonia, el Señor en visiones le transportó a Jerusalén y lo introdujo en el interior del templo pudiendo así  contemplar “las grandes abominaciones que la casa de Israel hace aquí para alejarme de mi santuario”. Aparentemente los “setenta varones de los ancianos de la casa de Israel” (v. 11) permanecían fieles al Señor, pero como Jesús que “no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad  de que nadie le diese testimonio del hombre, pues Él sabía lo que había en el hombre” (Juan 2:24,25), conocía la hipocresía de aquellos ancianos de Israel.

El conocimiento que el Señor tiene de lo que se fragua en nuestros corazones debería impulsarnos a no pretender engañarlo con nuestras muestras externas de religiosidad. ¿Recuerda el lector la escena del fariseo que subió al templo a orar? ¿Cómo describe Jesús al fariseo? He aquí lo que dice de él: “puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este publicano, ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano”  (Lucas 18:11,12). Los fariseos acostumbraban a presumir públicamente de su profunda religiosidad. Jesús dice que el fariseo que subió al templo “oraba consigo mismo”. No presumía en voz alta en voz alta de sus virtudes, lo hacía en secreto, pero el Señor sabía lo que había en aquel hombre.

Jesús contrasta la  oración del fariseo con la del publicano que ambos estaban al mismo tiempo en el templo adorando a Dios, diciendo: “Os digo que éste (el publicano) descendió a su caso justificado antes que el otro (el fariseo), porque cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”(v. 14).

Lo que debe quedarnos bien claro es que al Señor no se le puede dar gato por liebre. Debemos ser sinceros con Él, no pretender engañarle porque no lo conseguiremos y Él nos dará conforme a nuestras obras. Debemos seguir el ejemplo del publicano que “estando lejos” oraba así: “Dios, sé propicio a mi pecador” (v.13). Este hombre que no pretendió engañar a Dios sino que se presentó ante Él reconociéndose pecador salió del templo “justificado”, es decir, con sus pecados perdonados y gozoso porque el gozo siempre sigue al arrepentimiento sincero.


PROVERBIOS 30: 11,12


“Hay una generación limpia en su propia opinión, si bien no se ha limpiado de su inmundicia”

¿Qué piensan las personas de sí mismas? La respuesta generalizada es que son buenas personas. ¿Qué piensan los encarcelados de si mismos? Afirman que están en la carcel por la cara, que no han hecho nada que merezca el encarcelamiento. Una multitud de personas buenas no pueden curar a una sociedad enferma en la que prospera la violencia, el odio, las guerras y un sinfín de males que ponen en evidencia que el ser humano no es bueno por naturaleza como muchos afirman que lo es. Si alguien que se ha ensuciado las manos afirma que las tiene limpias no irá al grifo ni cogerá el jabón para lavárselas. ¡Si las tiene limpias por qué malgastar agua y jabón!

En el campo del espíritu sucede algo parecido. Si uno afirma que no tiene pecado, ¿para qué lavar el corazón si lo tiene limpio?¿No es una necedad limpiar lo que está limpio? Una cosa es lo que el hombre piensa de sí mismo y otra muy distinta lo que Dios piensa de él. ¿Qué piensa Dios de nosotros? “Todos han pecado”.  “No hay justo ni aún uno”. Pero el hombre no acepta el veredicto de Dios porque cree ser una bellísima persona, por tanto no necesita pedirle perdón. Pero Jesús dice: “los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5: 31,32). Estas palabras Jesús las dijo en respuesta a los fariseos “murmuraban contra sus discípulos diciendo: ¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores?” (v.30). Los fariseos y los escribas considerándose personas honorables, limpias, menospreciaban a los discípulos de Jesús porque se relacionaban con los pecadores. El hecho de que los fariseos y los escribas se considerasen “limpios” les impedía acercarse al Médico del alma para que sanase la enfermedad de sus corazones y como despreciaban al Facultativo, la sangre que Éste vertió en el Gólgota no podía “limpiarles de todo pecado” (1 Juan 1:7).

Es una insensatez considerar que  formamos parte de ”una generación limpia en nuestra propia opinión” porque ello impide que Jesús pueda “limpiarnos de nuestra inmundicia”

 

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