ECLESIASTÉS 8: 11
“Por cuanto no se ejecute pronto sentencia sobre
la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto
para hacer el mal”
Jetro, suegro de Moisés cuando se percató que
su yerno se hacía cargo en exclusiva de la administración de justicia y de las
largas colas que se producían desde el amanecer hasta el atardecer, le dijo:
Hijo mío no lo haces bien. Escoge de cada una de las tribus hombres sabios que
se encarguen de atender los conflictos pequeños y tú resérvate los más graves.
Moisés escuchó el consejo que le dio su suegro
y la administración de justicia se hizo más eficiente (Éxodo 18: 13-27).
El texto que comentamos es un toque de
atención a la administración de justicia de nuestros días. A menudo algunos
delitos prescriben porque no se resuelven con la rapidez necesaria o se permite
que se pudran en el fondo del cajón. Además los abogados ponen palos a la rueda
para dar largas al dictamen de
sentencia. A veces se pone como excusa la falta de personal, de material
anticuado, de recursos. Con todas estas limitaciones no se puede administrar
justicia debidamente. Aún falta un ingrediente que es imprescindible para una
buena administración de justicia. He ahí el consejo que Jetro le da a su yerno:
“Oye ahora mi voz,
yo te aconsejaré, y Dios estará contigo. Está tú por el pueblo delante de Dios,
y somete tú los asuntos a Dios. Y enseña a ellos las ordenanzas y las leyes, y
muéstrales el camino por donde deben andar, y lo que han de hacer. Además
escoge tú de entre todo el pueblo varones de virtud, temerosos de Dios, varones
de verdad, que aborrezcan la avaricia, y ponlos sobre el pueblo por jefes de
millares, de centenas, de cincuenta y de diez. Ellos juzgarán al pueblo en todo
tiempo, y todo asunto grave lo traerán a
ti, y ellos juzgarán todo asunto pequeño. Así aliviarás la carga de sobre ti, y
la llevarán ellos contigo” (Éxodo 18: 19-22)
Estas son las personas que tienen que administrar
justicia en Nombre de Dios: “Porque los
magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer
la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella, porque es servidor de
Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme, porque no en vano lleva la
espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo.” (Romanos
13: 3, 4).
Una buena administración de justicia es la
que nos hace falta. Que resuelva los casos con prontitud y que dé su merecido a
los malos, que evite que los delincuentes que acumulan cargos y que andan
sueltos repitiendo sus fechorías. Esta es la justicia que hace grande a una
nación.
MATEO, 16: 15
“Y les dijo: Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Se encontraba Jesús en la región de Cesarea
de Filipo. Zona salpicada de templos dedicados a los dioses paganos. En este
lugar escogido por Satanás para levantar una fortaleza para luchar contra el
Dios de Israel, lo escoge Jesús para preguntar a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
Hombre? Ellos respondieron: Unos Juan el Bautista, otros Elías, y otros Jeremías, o alguno de los
profetas”
Imaginémonos que estamos con Jesús en el
lugar en que nos encontramos en un lugar salpicado de templos dedicados a santos, santas, vírgenes y Jesús nos hace
la misma pregunta que hizo a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”
¿Responderíamos con la contundencia que lo hizo Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente?” Me temo que no
porque son muchos que carecen del ingrediente que hizo posible que Pedro
respondiese de la manera como lo hizo: “Nadie
puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12.
3). A la respuesta de Pedro Jesús le dice: “Bienaventurado
eres, Simón hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi
Padre que está en los cielos”. La respuesta que Jesús da a Pedro está en
consonancia con la oración sacerdotal que Jesús dirige al Padre: “Cuando
estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu Nombre, a los que me diste,
yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición para que
la Escritura se cumpliese” (Juan 17: 12).
Quienes vivimos en un país de influencia
católico romana estamos acostumbrados a oír que fuera de la Iglesia católica no
es posible la salvación, que la Iglesia se comporte como si fuera el arca de
Noé y que todos quienes estén bajo su protección están resguardados del
Maligno. Que el agua bautismal limpia el pecado original y que los bautizados
automáticamente se convierten en hijos de Dios. La Iglesia Católica enseña que
Jesús es el Salvador a la vez que se tiene añadir: la Iglesia, los santos, las
vírgenes, los sacramentos. No basta con Jesús. No se tienen en cuenta las
palabras del apóstol Pedro: “Este Jesús
es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha
venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación, porque no hay
otro Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”
(Hechos 4: 11, 12).
“Nadie puede
llamar a Jesús Señor, si no es por el Espíritu Santo. Si uno no ha recibido el
Espíritu Santo aun cuando se considere cristiano no lo es porque el Nombre de
Jesús es el único Nombre que otorga salvación.
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