SALMO 56: 3
“El día que tengo miedo yo en ti confío”
El
salmista que estaba rodeado de enemigos, escribe: Pero yo cantaré de tu poder, y alabaré de mañana tu misericordia,
porque has sido mi amparo y refugio el día de mi angustia. Fortaleza mía, a ti cantaré,
porque eres, oh Dios, mi misericordia”.
Si
permanecemos en la incredulidad, en el momento que algo nos atemoriza no
sabemos dónde ir en busca de socorro. Hoy
por la gracia de Dios nuestro país se ve libre de una devastadora guerra
que atemoriza a las personas que la sufren. A nuestro alrededor andan sueltos
infinidad de pequeños enemigos que nos sacan de quicio: Un hijo
drogadicto, una hija de 16 años
embarazada, una enfermedad de larga duración del padre o de la madre,
instabilidad económica debido a la crisis existente…La cadena de causas que nos
producen inseguridad o miedo es larguísima. Las autoridades sanitarias alertan
que la lluvia de pequeños incidentes que caen sobre las personas es la causa
del crecimiento exponencial de las enfermedades mentales. La incredulidad nos
deja desprotegidos de los incidentes adversos que nos afectan.
El
salmista es un hombre que sabe en quien ha creído. Para él Dios no es una
quimera, un personaje mitológico. Para el poeta Dios es un ser real por lo que
puede escribir: “El día que tengo miedo
yo confío en ti” Es la incredulidad que hace que en el peligro no nos refugiemos en Él. La
descreencia es lo que nos impide que en los momentos de peligro no acudamos a
cobijarnos bajo las alas protectoras de Dios todopoderoso como lo hacen los
polluelos.
La
incredulidad nos hace comparecer desnudos ante las inclemencias que nos
acechan. En vez de alabar por la mañana la misericordia de Dios porque es nuestro amparo y refugio en el día
de la angustia, se blasfema el Nombre del Señor porque se le considera causante
de nuestras desdichas. Dios que desde el cielo contempla todo lo que sucede en
la Tierra, movido por su misericordia envía a su Hijo para salvar a los hombres
de su pecado que es el causante de las desdichas que les afligen. En vez de
agradecer su infinita misericordia, le giramos la espalda. Pero el Padre en su
Hijo no se desanima y con voz suplicante se dirige a los que sufren,
diciéndoles: “Venid a mí todos los que
estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre
vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis
descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”
(Mateo 11: 28-30).
SALMO 38: 3
“No hay paz en mis huesos a causa de mi pecado”
Cuando
el salmista dice: “No hay paz en mis
huesos”, no se refiere al dolor óseo que padecemos debido al desgaste que
los huesos sufren a lo largo de los años y a la artrosis que es fruto del
envejecimiento. Se refiere al malestar que el pecado produce en el alma. Cierto que el pecado repercute en el cuerpo,
produce dolencias sicosomáticas sico, alma; soma, cuerpo. Al no entenderse que
el pecado tiene sus efectos en el cuerpo se intenta curar las consecuencias olvidándose
que es el origen de muchos de los
dolores que son de origen espiritual. El
salmista como buen médico del alma que es reconoce que los trastornos físicos
que padece se deben a “mi pecado”
Siguiendo
con el tema del dolor físico causado por el pecado el salmista escribe: “Hieden y supuran mis llagas, a causa de mi
locura. Estoy encorvado, estoy humillado en gran manera, ando enlutado todo el
día, porque mis lomos están llenos de ardor, y nada hay sano en mi carne, estoy
debilitado y molido en gran manera, gimo a causa de la conmoción de mi corazón”
(vv. 5-8).
Envuelto
en las consecuencias dañinas de su pecado, el salmista que es hombre de Dios
puede decirle a su Salvador: “Señor no me
reprendas en tu furor, ni me castigues en tu ira, porque tus saetas cayeron
sobre mí, y sobre mí ha descendido tu mano” (vv. 1, 2). En medio del dolor
puede escribir. “Porque en ti, oh Señor,
he esperado, tú responderás Señor Dios mío…No me desampares, oh Señor, Dios
mío, no te alejes de mí, apresúrate a ayudarme, oh Señor, mi salvación” (vv.
15, 21, 22).
Dios al
crear a Adán le puso en el jardín que había preparado para que viviese en
él gozando de plena felicidad porque no
había pecado. Podía gozar de las delicias del paraíso con una condición: “De todo árbol del hurto podrás comer, mas
del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él
comas, ciertamente morirás” (Génesis 2: 12, 13). Por instigación satánica y
por medio de Eva la ayuda idónea que Dios le dio, comió el fruto del árbol
prohibido. Debido a la desobediencia la muerte entró en el mundo y con ella el
dolor que le precede que le recuerda que polvo es y que al polvo volverá. Si no
hubiese sido por el pecado de Adán hoy no existiría el dolor. La herencia que
Adán ha dejado a toda su descendencia es la muerte y el dolor. Ambas cosa son
inseparables. Siguiendo el ejemplo del salmista, siendo el dolor compañero
inseparable de nuestra peregrinación por este mundo, digamos con él: “Oh Señor, Dios mío, no te alejes de mí,
apresúrate a ayudarme, oh Señor, mi salvación”. El dolor más o menos
intenso nos acompañará a lo largo de nuestra peregrinación por este mundo hasta que lleguemos al paraíso
celestial en donde “el Cordero que está
en medio del trono nos pastoreará, y guiará a fuentes de aguas de vida, y Dios
enjugará toda lágrima d nuestros ojos” (Apocalipsis 7. 17).
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