diumenge, 11 de desembre del 2022

 

SALMO 56: 3

“El día que tengo miedo yo en ti confío”

El salmista que estaba rodeado de enemigos, escribe: Pero yo cantaré de tu poder, y alabaré de mañana tu misericordia, porque has sido mi amparo y refugio el día de mi angustia. Fortaleza mía, a ti cantaré, porque eres, oh Dios, mi misericordia”.

Si permanecemos en la incredulidad, en el momento que algo nos atemoriza no sabemos dónde ir en busca de socorro. Hoy por la gracia de Dios nuestro país se ve libre de una devastadora guerra que atemoriza a las personas que la sufren. A nuestro alrededor andan sueltos infinidad de pequeños enemigos que nos sacan de quicio: Un hijo drogadicto,  una hija de 16 años embarazada, una enfermedad de larga duración del padre o de la madre, instabilidad económica debido a la crisis existente…La cadena de causas que nos producen inseguridad o miedo es larguísima. Las autoridades sanitarias alertan que la lluvia de pequeños incidentes que caen sobre las personas es la causa del crecimiento exponencial de las enfermedades mentales. La incredulidad nos deja desprotegidos de los incidentes adversos que  nos afectan.

El salmista es un hombre que sabe en quien ha creído. Para él Dios no es una quimera, un personaje mitológico. Para el poeta Dios es un ser real por lo que puede escribir: “El día que tengo miedo yo confío en ti” Es la incredulidad que hace que  en el peligro no nos refugiemos en Él. La descreencia es lo que nos impide que en los momentos de peligro no acudamos a cobijarnos bajo las alas protectoras de Dios todopoderoso como lo hacen los polluelos.

La incredulidad nos hace comparecer desnudos ante las inclemencias que nos acechan. En vez de alabar por la mañana la misericordia de Dios  porque es nuestro amparo y refugio en el día de la angustia, se blasfema el Nombre del Señor porque se le considera causante de nuestras desdichas. Dios que desde el cielo contempla todo lo que sucede en la Tierra, movido por su misericordia envía a su Hijo para salvar a los hombres de su pecado que es el causante de las desdichas que les afligen. En vez de agradecer su infinita misericordia, le giramos la espalda. Pero el Padre en su Hijo no se desanima y con voz suplicante se dirige a los que sufren, diciéndoles: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11: 28-30).


 

SALMO 38: 3

“No hay paz en mis huesos a causa de mi pecado”

Cuando el salmista dice: “No hay paz en mis huesos”, no se refiere al dolor óseo que padecemos debido al desgaste que los huesos sufren a lo largo de los años y a la artrosis que es fruto del envejecimiento. Se refiere al malestar que el pecado produce en el alma.  Cierto que el pecado repercute en el cuerpo, produce dolencias sicosomáticas sico, alma; soma, cuerpo. Al no entenderse que el pecado tiene sus efectos en el cuerpo se intenta curar las consecuencias olvidándose que es  el origen de muchos de los dolores que son  de origen espiritual. El salmista como buen médico del alma que es reconoce que los trastornos físicos que padece se deben a “mi pecado”

Siguiendo con el tema del dolor físico causado por el pecado el salmista escribe: “Hieden y supuran mis llagas, a causa de mi locura. Estoy encorvado, estoy humillado en gran manera, ando enlutado todo el día, porque mis lomos están llenos de ardor, y nada hay sano en mi carne, estoy debilitado y molido en gran manera, gimo a causa de la conmoción de mi corazón” (vv. 5-8).

Envuelto en las consecuencias dañinas de su pecado, el salmista que es hombre de Dios puede decirle a su Salvador: “Señor no me reprendas en tu furor, ni me castigues en tu ira, porque tus saetas cayeron sobre mí, y sobre mí ha descendido tu mano” (vv. 1, 2). En medio del dolor puede escribir. “Porque en ti, oh Señor, he esperado, tú responderás Señor Dios mío…No me desampares, oh Señor, Dios mío, no te alejes de mí, apresúrate a ayudarme, oh Señor, mi salvación” (vv. 15, 21, 22).

Dios al crear a Adán le puso en el jardín que había preparado para que viviese en él  gozando de plena felicidad porque no había pecado. Podía gozar de las delicias del paraíso con una condición: “De todo árbol del hurto podrás comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás” (Génesis 2: 12, 13). Por instigación satánica y por medio de Eva la ayuda idónea que Dios le dio, comió el fruto del árbol prohibido. Debido a la desobediencia la muerte entró en el mundo y con ella el dolor que le precede que le recuerda que polvo es y que al polvo volverá. Si no hubiese sido por el pecado de Adán hoy no existiría el dolor. La herencia que Adán ha dejado a toda su descendencia es la muerte y el dolor. Ambas cosa son inseparables. Siguiendo el ejemplo del salmista, siendo el dolor compañero inseparable de nuestra peregrinación por este mundo, digamos con él: “Oh Señor, Dios mío, no te alejes de mí, apresúrate a ayudarme, oh Señor, mi salvación”. El dolor más o menos intenso nos acompañará a lo largo de nuestra peregrinación por este mundo hasta que lleguemos al paraíso celestial en donde “el Cordero que está en medio del trono nos pastoreará, y guiará a fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima d nuestros ojos”  (Apocalipsis 7. 17).

 

 

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