SALMO 55: 22
“Echa sobre el Señor tu carga, y Él te
sustentará, no dejará para siempre caído al justo”
Las
cargas que llevamos sobre las espaldas se deben al pecado de Adán. Después de
la desobediencia de Adán el Señor se dirige a nuestros primeros padres. “A la mujer le dijo: Multiplicaré en gran
manera los dolores en tus embarazos,
con dolor darás a luz los hijos, y tu
deseo será para tu marido, y él se en señoreará de ti. Y al hombre dijo: Por
cuanto obedeciste la voz de tu mujer, y comiste del árbol que te mandé
diciendo: No comerás de él, maldita será la tierra por tu causa, con dolor
comerás de ella todos los días de tu vida” (Génesis 3: 16, 17). Todos los
sinsabores que padecemos en múltiples situaciones se deben al pecado de Adán
que provocó que Dios maldijese la Tierra, maldición que ha dejado en herencia a
su descendencia hasta el fin del tiempo. La maldición divina no puede
deshacerla el hombre por lo que todos los intentos humanos que se hacen para
anularla están condenados al fracaso.
Existen
dos maneras de enfrentarse a las consecuencias de la maldición de Dios. Una
consiste en rebelarse contra las consecuencias del pecado. Protestar por la
presencia en nuestras vidas de tantas
cosas que nos enojan, lo cual incrementa todavía más el dolor que nos causan.
Los trastornos mentales tan de moda hoy se deben a la resistencia que ponemos a
las nimiedades que diariamente se nos plantean. La cola que ocasiona hacer el
análisis de sangre o por vacunarse contra la Covid-19, cuando alguien nos dice
una impertinencia que nos molesta y guardamos resentimiento en nuestro corazón,
cuando resbalamos, nos caemos y nos rompemos un brazo, los conflictos en el
trabajo, la muerte de un hijo, los conflictos conyugales…Todas estas
incidencias que no sabemos cómo afrontarlas debidamente son las que hacen que
la vida sea insoportable. Lo que nos
produce agobio no son grandes crisis. Las pequeñeces diarias son las que hacen
que malvivamos. El pataleo que contra ellas damos se debe a que no tomamos en
cuenta a Dios que desea cobijarnos bajo
la sombra de sus alas protectoras como la gallina lo hace con sus polluelos al
menor síntoma de peligro.
El
texto que comentamos nos invita a hacer lo que la gallina hace con los
polluelos. Jesús lo dice con toda claridad: “Venid
a mi todos los que estáis cargados y trabajados y os haré descansar. Llevad mi
yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y
hallareis descanso para vuestras almas, porque
mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11. 28-30).
Lector,
para que puedas echar sobre Jesús la tediosa carga que tanto te enoja, para
recuperar el aliento que el esfuerzo continuado te ha quitado, para que la
misericordia del Señor puedas recibirla todos los días, es imprescindible que
creas en Él. Si todavía no has depositado la fe en Él, todavía estás a tiempo
para hacerlo. Dirígete a Él, diciéndole: “Señor
ayúdame en mi incredulidad”
LEVÍTICO 4: 1-30
“Cuando alguna persona pecare por yerro en
alguno de los mandamientos del Señor sobre cosas que no se han de hacer, e
hiciere alguna de ellas, si el sacerdote ungido pecare según el pecado del
pueblo…Y si toda la congregación de Israel hubiere errado, y el yerro estuviere
oculto a los ojos del pueblo, y hubiesen hecho algo contra alguno de los
mandamientos del Señor en cosas que no se han de hacer, y fueren
culpables…Cuando pecare un príncipe e hiciere un yerro, algo contra alguno de
todos los mandamientos del Señor su Dios sobre cosas que o se han de hacer y
pecare……”
En
todos los casos los culpables de haber pecado tenían que poner la mano sobre la
cabeza del animal que se ofrecía como ofrenda expiatoria.
Según
el Nuevo Testamento, Jesús es el “Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo” (Juan 1: 29), “que habiendo
ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado
a la diestra de Dios” (Hebreos 10: 12). “Y
la sangre de su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1: 7). La sangre de
los animales que se sacrificaban en el templo simbólicamente limpiaba los
pecados de quienes los ofrecían, pero no los borraban. Se tenían que ofrecer
diariamente. Especialmente una vez al año en el día de la expiación.
El
texto que sirve de base a esta meditación nos dice que tanto los sacerdotes, el
pueblo y los príncipes tenían que ofrecer el animal expiatorio en el momento de
ser conscientes de haber pecado contra uno de los mandamientos de la Ley de
Dios. Todos sin excepción: sacerdotes, príncipes, pueblo llano tenían que
ofrecer el sacrificio expiatorio que requería La Ley. Hoy, con la muerte y
resurrección de Jesús, cuya sangre limpia todos los pecados cometidos, los
pecadores no tienen que ir a ningún lugar concreto para ir al encuentro de
Jesús, el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo para ser perdonados. Jesús desmiente el engaño de la
enseñanza que exige que el pecador tenga que acudir al sacerdote para que en
confesión le perdone los pecados, cuando le dice a la samaritana: “Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni
aun en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Juan 4: 21). Jesús
nos enseña a orar lejos de las miradas de la gente al decir: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento,
y cerrada la perta, ora a tu Padre, y tu Padre que ve en lo secreto te
recompensará en público” (Mateo 6:
6). El aposento con la puerta cerrada puede ser la mesa en la oficina, la
cadena de montaje en la fábrica, el autobús, el tren…Cualquier lugar por
estrambótico que pueda parecernos es apropiado para que cuando sea necesario y
silenciosamente se pueda hacer al Padre esta breve súplica que tiene mucho
significado: “Dios, se propicio a mí
pecador” (Lucas 18: 13).
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