diumenge, 4 de desembre del 2022

 

SALMO 55: 22

“Echa sobre el Señor tu carga, y Él te sustentará, no dejará para siempre caído al justo”

Las cargas que llevamos sobre las espaldas se deben al pecado de Adán. Después de la desobediencia de Adán el Señor se dirige a nuestros primeros padres. “A la mujer le dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus embarazos, con  dolor darás a luz los hijos, y tu deseo será para tu marido, y él se en señoreará de ti. Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste la voz de tu mujer, y comiste del árbol que te mandé diciendo: No comerás de él, maldita será la tierra por tu causa, con dolor comerás de ella todos los días de tu vida” (Génesis 3: 16, 17). Todos los sinsabores que padecemos en múltiples situaciones se deben al pecado de Adán que provocó que Dios maldijese la Tierra, maldición que ha dejado en herencia a su descendencia hasta el fin del tiempo. La maldición divina no puede deshacerla el hombre por lo que todos los intentos humanos que se hacen para anularla están condenados al fracaso.

Existen dos maneras de enfrentarse a las consecuencias de la maldición de Dios. Una consiste en rebelarse contra las consecuencias del pecado. Protestar por la presencia en  nuestras vidas de tantas cosas que nos enojan, lo cual incrementa todavía más el dolor que nos causan. Los trastornos mentales tan de moda hoy se deben a la resistencia que ponemos a las nimiedades que diariamente se nos plantean. La cola que ocasiona hacer el análisis de sangre o por vacunarse contra la Covid-19, cuando alguien nos dice una impertinencia que nos molesta y guardamos resentimiento en nuestro corazón, cuando resbalamos, nos caemos y nos rompemos un brazo, los conflictos en el trabajo, la muerte de un hijo, los conflictos conyugales…Todas estas incidencias que no sabemos cómo afrontarlas debidamente son las que hacen que la vida sea  insoportable. Lo que nos produce agobio no son grandes crisis. Las pequeñeces diarias son las que hacen que malvivamos. El pataleo que contra ellas damos se debe a que no tomamos en cuenta a Dios que desea cobijarnos  bajo la sombra de sus alas protectoras como la gallina lo hace con sus polluelos al menor síntoma de peligro.

El texto que comentamos nos invita a hacer lo que la gallina hace con los polluelos. Jesús lo dice con toda claridad: “Venid a mi todos los que estáis cargados y trabajados y os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, porque  mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11. 28-30).

Lector, para que puedas echar sobre Jesús la tediosa carga que tanto te enoja, para recuperar el aliento que el esfuerzo continuado te ha quitado, para que la misericordia del Señor puedas recibirla todos los días, es imprescindible que creas en Él. Si todavía no has depositado la fe en Él, todavía estás a tiempo para hacerlo. Dirígete a Él, diciéndole: “Señor ayúdame en mi incredulidad”


 

LEVÍTICO 4: 1-30

“Cuando alguna persona pecare por yerro en alguno de los mandamientos del Señor sobre cosas que no se han de hacer, e hiciere alguna de ellas, si el sacerdote ungido pecare según el pecado del pueblo…Y si toda la congregación de Israel hubiere errado, y el yerro estuviere oculto a los ojos del pueblo, y hubiesen hecho algo contra alguno de los mandamientos del Señor en cosas que no se han de hacer, y fueren culpables…Cuando pecare un príncipe e hiciere un yerro, algo contra alguno de todos los mandamientos del Señor su Dios sobre cosas que o se han de hacer y pecare……”

En todos los casos los culpables de haber pecado tenían que poner la mano sobre la cabeza del animal que se ofrecía como ofrenda expiatoria.

Según el Nuevo   Testamento, Jesús es el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1: 29), “que habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Hebreos 10: 12). “Y la sangre de su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1: 7). La sangre de los animales que se sacrificaban en el templo simbólicamente limpiaba los pecados de quienes los ofrecían, pero no los borraban. Se tenían que ofrecer diariamente. Especialmente una vez al año en el día de la expiación.

El texto que sirve de base a esta meditación nos dice que tanto los sacerdotes, el pueblo y los príncipes tenían que ofrecer el animal expiatorio en el momento de ser conscientes de haber pecado contra uno de los mandamientos de la Ley de Dios. Todos sin excepción: sacerdotes, príncipes, pueblo llano tenían que ofrecer el sacrificio expiatorio que requería La Ley. Hoy, con la muerte y resurrección de Jesús, cuya sangre limpia todos los pecados cometidos, los pecadores no tienen que ir a ningún lugar concreto para ir al encuentro de Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo para ser perdonados. Jesús desmiente el engaño de la enseñanza que exige que el pecador tenga que acudir al sacerdote para que en confesión le perdone los pecados, cuando le dice a la samaritana: “Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni aun en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Juan 4: 21). Jesús nos enseña a orar lejos de las miradas de la gente al decir: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la perta, ora a tu Padre, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público”  (Mateo 6: 6). El aposento con la puerta cerrada puede ser la mesa en la oficina, la cadena de montaje en la fábrica, el autobús, el tren…Cualquier lugar por estrambótico que pueda parecernos es apropiado para que cuando sea necesario y silenciosamente se pueda hacer al Padre esta breve súplica que tiene mucho significado: “Dios, se propicio a mí pecador” (Lucas 18: 13).

 

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