GÉNESIS 26: 6, 7
“Habitó pues, Isaac en Gerar. Y los hombres
de aquel lugar le preguntaron acerca de su mujer, y él respondió: Es mi
hermana, porque tuvo miedo de decir: es mi mujer, pensando que tal vez los
hombres de aquel lugar lo matarían por causa de Rebeca, pues ella era de
hermoso aspecto”
Abraham,
Isaac y Jacob son los grandes patriarcas que constituyen el embrión del pueblo
de Israel. Fueron hombres de gran fe, a la vez pecadores. En tiempos de Abram
hubo una gran hambruna en la tierra. Abram partió hacia Egipto para mejorar.
Cuando estuvo cerca de la tierra de los faraones Abram tuvo miedo de que le
matasen a causa de Sarai su mujer porque “era
mujer de hermoso aspecto” (Génesis 12: 11). El patriarca le pidió a Sarai
que mintiese para proteger su vida diciéndole que dijese que era su hermano. El
engaño fue descubierto y Abram
avergonzado por los paganos y su vida protegida. Nadie le tocó ni un pelo. El
miedo de Abram fue infundado.
En
tiempos de Isaac hubo también una gran hambruna. Dios le dijo que no se moviese
de Gerar y que no descendiese a Egipto como lo hizo su padre Abram. A pesar que
Dios le dijo a Isaac: “Habita como
forastero en esta tierra, y estaré contigo, y te bendeciré” (Génesis 26:
3), a pesar que Isaac sabía con certeza de que gozaba de la protección de Dios
porque se lo había prometido, cuando los hombres de aquel lugar le preguntaron
por la mujer que le acompañaba mintió como anteriormente había hecho su padre y
les dijo “es mi hermana”.
Ambos
patriarcas quebrantaron el noveno mandamiento que dice “No hablarás contra tu prójimo falso testimonio” (Éxodo 20: 16). La
mentira puede considerarse “pecado venial”, es decir, un pecado sin
importancia. Algo tan insignificante como una mota en el ojo. Una falta que no
tiene importancia. Es por ello que en nuestros días la mentira ha dejado de
ruborizar. Dios no lo entiende así: “Porque
cualquiera que guarde toda la Ley pero peca en un solo punto, se hace culpable
de todos” (Santiago 2: 10).
Tanto
Abram como Isaac incumplieron toda la Ley. La sentencia por su desobediencia es
la muerte eterna. No tenemos que mirar la Ley de Dios con malos ojos porque
tiene la finalidad de poner de manifiesto que somos pecadores. Una vez
reconocidos como tales, la Ley se convierte en nuestro Maestro que nos lleva a
Cristo para que seamos declarados justos por la fe en el Nombre de Jesús (Gálatas 3: 24).
Gracias
a que la Ley nos señala con el dedo acusándonos como el profeta Natán lo hizo
con David, diciéndonos: “Tú eres este
hombre” (2 Samuel 12: 1-10) podemos ir a Jesús el Médico que perdona
nuestro pecado (Mateo 9: 12). Es así como gozamos la paz de Dios que excede a
la comprensión humana.
ÉXODO 16: 8
“El Señor ha oído las vuestras
murmuraciones con que habéis murmurado
contra Él, porque nosotros, ¿qué somos? Vuestras murmuraciones no son contra
nosotros sino contra el Señor”
Los
hijos de Dios por la fe en Jesús son llamados a ser santos. Una de las
características de la santidad es el concierto existente entre la voluntad de
Dios y la del hombre. No debe perderse jamás de vista que por la fe en el
Nombre de Jesús el recién convertido es un santo en todo el sentido de la
palabra. Ya no puede ser más santo ya que la sangre de Jesús le limpia todos
sus pecados, los pasados, los presentes y los futuros. A pesar de ello Jesús
nos dice: “Sed pues, vosotros perfectos,
como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5: 48). Jesús
nos contrasta con el Padre celestial y el resultado de dicha comparación es que
resaltan los muchos pecados que nos afean. Este descubrimiento no debe
desalentarnos. Jesús ha pagado el precio de nuestra salvación. Ante la duda nos
llega el consuelo de la pluma del apóstol Pablo “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación o angustia, o
persecución o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: por
causa de ti somos muertos todo el tiempo, somos contados como ovejas de
matadero. Antes, en todas estas cosas somos
más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Por lo cual estoy
seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni
potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni
ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo
Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:
35-29). Ahora que sabemos con certeza que la salvación una vez recibida no
puede perderse, el Señor nos insta a “ocuparnos
en nuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que produce así el
querer como el hacer, por su buena voluntad. Haced todo sin murmuraciones y
contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha
en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual
resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2: 12-15).
A pesar
de que la salvación es un regalo de Dios y que nada podemos hacer por
obtenerla, una vez recibida por la fe que es un regalo de Dios, tenemos que
esforzarnos en vivir santamente para que resplandezcamos como luminares en el
mundo. Es aquí en donde tenemos que esforzarnos
con la ayuda del Espíritu Santo a controlar el espíritu de murmuración
que tan a menudo de despierta cuando las cosas que nos suceden no son de
nuestro gusto. Hágase tu voluntad tanto en el cielo como en la tierra. A los
cristianos Dios no tendría que reprendernos por nuestra desobediencia sino
felicitarnos por nuestra obediencia.
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