diumenge, 20 de febrer del 2022

 

GÉNESIS 26: 6, 7

“Habitó pues, Isaac en Gerar. Y los hombres de aquel lugar le preguntaron acerca de su mujer, y él respondió: Es mi hermana, porque tuvo miedo de decir: es mi mujer, pensando que tal vez los hombres de aquel lugar lo matarían por causa de Rebeca, pues ella era de hermoso aspecto”

Abraham, Isaac y Jacob son los grandes patriarcas que constituyen el embrión del pueblo de Israel. Fueron hombres de gran fe, a la vez pecadores. En tiempos de Abram hubo una gran hambruna en la tierra. Abram partió hacia Egipto para mejorar. Cuando estuvo cerca de la tierra de los faraones Abram tuvo miedo de que le matasen a causa de Sarai su mujer porque “era mujer de hermoso aspecto” (Génesis 12: 11). El patriarca le pidió a Sarai que mintiese para proteger su vida diciéndole que dijese que era su hermano. El engaño fue descubierto  y Abram avergonzado por los paganos y su vida protegida. Nadie le tocó ni un pelo. El miedo de Abram fue infundado.

En tiempos de Isaac hubo también una gran hambruna. Dios le dijo que no se moviese de Gerar y que no descendiese a Egipto como lo hizo su padre Abram. A pesar que Dios le dijo a Isaac: “Habita como forastero en esta tierra, y estaré contigo, y te bendeciré” (Génesis 26: 3), a pesar que Isaac sabía con certeza de que gozaba de la protección de Dios porque se lo había prometido, cuando los hombres de aquel lugar le preguntaron por la mujer que le acompañaba mintió como anteriormente había hecho su padre y les dijo “es mi hermana”.

Ambos patriarcas quebrantaron el noveno mandamiento que dice “No hablarás contra tu prójimo falso testimonio” (Éxodo 20: 16). La mentira puede considerarse “pecado venial”, es decir, un pecado sin importancia. Algo tan insignificante como una mota en el ojo. Una falta que no tiene importancia. Es por ello que en nuestros días la mentira ha dejado de ruborizar. Dios no lo entiende así: “Porque cualquiera que guarde toda la Ley pero peca en un solo punto, se hace culpable de todos” (Santiago 2: 10).

Tanto Abram como Isaac incumplieron toda la Ley. La sentencia por su desobediencia es la muerte eterna. No tenemos que mirar la Ley de Dios con malos ojos porque tiene la finalidad de poner de manifiesto que somos pecadores. Una vez reconocidos como tales, la Ley se convierte en nuestro Maestro que nos lleva a Cristo para que seamos declarados justos por la fe en el  Nombre de Jesús (Gálatas 3: 24).

Gracias a que la Ley nos señala con el dedo acusándonos como el profeta Natán lo hizo con David, diciéndonos: “Tú eres este hombre” (2 Samuel 12: 1-10) podemos ir a Jesús el Médico que perdona nuestro pecado (Mateo 9: 12). Es así como gozamos la paz de Dios que excede a la comprensión humana.


 

ÉXODO 16: 8

“El Señor ha oído las vuestras murmuraciones  con que habéis murmurado contra Él, porque nosotros, ¿qué somos? Vuestras murmuraciones no son contra nosotros sino contra el Señor”

Los hijos de Dios por la fe en Jesús son llamados a ser santos. Una de las características de la santidad es el concierto existente entre la voluntad de Dios y la del hombre. No debe perderse jamás de vista que por la fe en el Nombre de Jesús el recién convertido es un santo en todo el sentido de la palabra. Ya no puede ser más santo ya que la sangre de Jesús le limpia todos sus pecados, los pasados, los presentes y los futuros. A pesar de ello Jesús nos dice: “Sed pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5: 48). Jesús nos contrasta con el Padre celestial y el resultado de dicha comparación es que resaltan los muchos pecados que nos afean. Este descubrimiento no debe desalentarnos. Jesús ha pagado el precio de nuestra salvación. Ante la duda nos llega el consuelo de la pluma del apóstol Pablo “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación o angustia, o persecución o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: por causa de ti somos muertos todo el tiempo, somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos  más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro”  (Romanos 8: 35-29). Ahora que sabemos con certeza que la salvación una vez recibida no puede perderse, el Señor nos insta a “ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad. Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2: 12-15).

A pesar de que la salvación es un regalo de Dios y que nada podemos hacer por obtenerla, una vez recibida por la fe que es un regalo de Dios, tenemos que esforzarnos en vivir santamente para que resplandezcamos como luminares en el mundo. Es aquí en donde tenemos que esforzarnos  con la ayuda del Espíritu Santo a controlar el espíritu de murmuración que tan a menudo de despierta cuando las cosas que nos suceden no son de nuestro gusto. Hágase tu voluntad tanto en el cielo como en la tierra. A los cristianos Dios no tendría que reprendernos por nuestra desobediencia sino felicitarnos por nuestra obediencia.

 

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