dissabte, 10 de juliol del 2021

 

LUCAS 16: 27

“Entonces” (el rico) “le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes (Lázaro)a casa de mi padre”

El hombre rico de la parábola se encuentra en el infierno atormentado por las llamas infernales y, encontrándose en esta situación de tormento le pide a Abraham que envíe a Lázaro, el mendigo que se encontraba en la puerta de su casa “a la casa de mi padre”. Encontrándose en el averno y experimentando en su propia carne los horrores que en él se dan, se interesa por sus hermanos cuando ya es demasiado tarde. Viviendo en este mundo es cuando debería haberse preocupado  por la salud espiritual de su familia. En vez de ello estaba demasiado interesado en celebrar cada día espléndidos banquetes. Bien seguro que sus cinco hermanos también participaban en las bacanales diarias.

El rico le pide a Abraham que envíe a Lázaro a la casa de su padre a testificar lo que ocurre en el infierno “a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento”. Ante esta insólita petición Abraham le responde: “A Moisés y a los profetas tienen, óiganlos”. Seguro que los hermanos del rico sabían el significado de los sacrificios que diariamente se ofrecían en el templo. Seguro también que anualmente celebraban la Pascua y sabían el significado que tenía el sacrificio del cordero pascual. La celebración había perdido su significado por haberse convertido en una tradición religiosa y nada más. Pero ahí estaba, recordándoles que sin el derramamiento de la sangre de Jesús, que señalaba el cordero pascual, no hay perdón de los pecados.

El rico insensato condenado no tiene bastante con la explicación que le da Abraham, que le dice: “No, padre Abraham, pero si alguien fuese a ellos de entre los muertos, se arrepentirían”. El rico piensa que si alguien de entre los muertos se presenta en su casa y les habla de la realidad infernal, sus hermanos se arrepentirán y no vendrán a hacerle compañía en sus tormentos. Los sacerdotes y los fariseos le piden a Jesús que les dé una señal que acredite quien dice ser. Jesús les responde: “La generación mala y adúltera demanda señal, pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás. Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches” (Lucas 12: 39,40). En la cruz Jesús cumple la primera parte de la señal del profeta Jonás. Señal que cada año se recuerda en las procesiones de la mal llamada Semana Santa. La segunda en la resurrección de Jesús en el tercer día conforme a las Escrituras. El recuerdo entra por una oreja y sale por la otra. Es responsabilidad de cada uno creer o no creer.

El dictamen que nos da Abraham es: “Si no oyen a Moisés y a los profetas” (y a los apóstoles), “tampoco se persuadirán aunque alguien se levante de los muertos”    (v. 31). El apóstol Tomás no creería  si no pusiese sus dedos dentro de las heridas en el cuerpo de Jesús. Jesús tuvo que decirle. “¿Has creído porque me has visto? Felices los que sin ver han creído” (Juan 20: 29).


 

PROVERBIOS 28: 13

“El que cubre sus pecados no prosperará, mas el que los confiesa y se aparte alcanzará misericordia2

El primer ejemplo de cubrir los pecados lo encontramos en Adán y Eva que intentan esconderlo de los ojos de Dios cubriendo se desnudez con unos delantales cosidos con hojas de higuera (Génesis 3: 7). Lo interesante de este texto es que Adán y Eva “conocieron que estaban desnudos”. Antes de la desobediencia estaban desnudos y no les preocupaba su desnudez porque la pureza estaba en ellos. Sólo cuando dejaron de ser justos, porque el pecado se la había robado, se dieron cuenta de que la santidad los había abandonado y no se sentían a gusto consigo mismos. El pecado trastorna el concepto de la justicia divina y la sustituye por la “salvación por las obras”. Es decir que el hombre puede salvarse por su propio esfuerzo como si tuviese poder suficiente para conseguirlo.

Los delantales con que Adán y Eva taparon su desnudez no lo consiguieron ante  los ojos de Dios. Apresuradamente se escondieron entre los árboles. Así se han comportado los hombres a lo largo de los siglos. Aparentemente, esconderlos puede producir una sensación placentera. Al final tienen que pagar el precio de hacerlo: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque día y noche se agravó sobre mí tu mano, se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Salmo 32: 3,4). Aquí se encuentra una referencia a las enfermedades sicosomáticas tan frecuentes en nuestros días. El alma y el cuerpo están indisolublemente unidos. El pecado repercute en el cuerpo enfermándolo hasta el día de la muerte. No es el Covid-19 el causante del incremento de los trastornos mentales en personas de todas las edades. Desconectados de Dios los hombres no saben cómo afrontar las adversidades. David escribe: “En ti, oh Señor, he confiado, no sea yo confundido jamás, líbrame en tu justicia. Inclina a mí tu oído, y líbrame pronto, sé tú mi roca fuerte, y fortaleza para para salvarme, porque tú eres  mi roca y mi castillo, por tu Nombre me guiarás y me encaminarás. Sácame de la red que han escondido para mí, pues, tú eres mi refugio. En tu mano encomiendo mi espíritu, tú me has redimido, oh señor, Dios de verdad”  (Salmo 31: 1-5).

“Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”. La segunda parte del proverbio se hace realidad en David que después de reconocer los efectos desastrosos de esconder los pecados, exclama: Mis pecados te declaré, y no encubrí i iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones al Señor, y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Salmo 32: 5).

“Muchos dolores son para los impíos, quienes cubren sus pecados, mas el que espera en el Señor le rodea misericordia. Alegraos en el Señor y gozaos justos, y cantad con júbilo todos los rectos de corazón”  (vv. 10,11)

 

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