MATEO 6: 31
“Mas buscad primeramente el reino de Dios y
su justicia, y todas esta cosas os serán añadidas”
Alguien
escribió: “No somos nada más que pequeñitos, pequeños, infinitesimales temporales
en la cronología de la historia. ¿Importamos?” La respuesta que demos a la
pregunta que se hace el autor desconocido de la sentencia es de trascendental
importancia porque según sea la
respuesta que demos nos hará entender si
nuestra vida tiene sentido o no.
Moisés
escribe en el salmo 90: “Los días de nuestra edad son setenta años, y en los
más robustos son ochenta años, con todo su fortaleza es molestia y trabajo,
porque pronto pasan y volamos” (vv. 9,10). Moisés destaca la pequeñez e insignificancia
del ser humano. Lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿De verdad importamos? Sí.
Importamos porque importamos a Dios. El hecho de que Dios nos tenga en cuenta
permite que nos podamos dirigir a Él tal como Moisés lo hace: “De mañana
sácianos de tu misericordia, y cantaremos y
nos alegraremos todos nuestros días” (v. 14). De tal manera Dios nos h
amado que ha dado a su Hijo para que todos los que creen en Él tengan vida
eterna.
Importamos
porque aunque nuestra vida temporal sea muy breve, el poco tiempo de que
disponemos podemos emplearlo para compartir con aquellos cuyas vidas no tienen
sentido el amor de Dios y así sus vidas tengan valor si aceptan el perdón de
sus pecados que les es dado por la fe en
el Nombre de Jesús.
A pesar
de que somos pelegrinos, que estamos de paso sobre la tierra, los creyentes en
Cristo gozamos de la vida eterna. La garantía de que la poseemos, que no es una
suposición, sino que es una certeza, se debe a que Jesús murió para salvar al
pueblo de Dios de sus pecados y resucitó para darle vida eterna.
Somos
de gran valor para Dios porque ha pagado un elevado precio para que podamos ser
salvos: La muerte de su Hijo en la cruz del Gólgota. Aunque se nos pueda
despreciar. y se nos acuse de fanáticos porque ponemos a Dios Padre y a su Hijo
en primer lugar y con ello nos distingamos del resto del mundo, tenemos en
Jesús el tesoro de gran valor que los ladrones no nos podrán robar ni el orín
corromper. Es más, nos lo llevaremos con nosotros en nuestro viaje hacia la
Jerusalén celestial.
MARCOS 10. 50
“Él entonces, arrojando su capa, se levantó y
vino a Jesús”
El
texto identifica a una persona con nombre y apellidos: Bartimeo el ciego, hijo
de Timeo. Profesión: Mendigo. Local comercial: Junto al camino. En aquella
época ser ciego equivalía a pobreza extrema. La única manera de poder malvivir
era mendigar. Hoy, al menos en España, los ciegos pueden llevar una vida digna
vendiendo cupones de lotería de la organización ONCE. Podemos disentir de la
bondad de los juegos de azar. Pero los ciegos adheridos a ONCE pueden llevar una vida decente.
Volvamos
a nuestro Bartimeo. De repente oye un fuerte clamor de una multitud que se
acercaba al lugar en que estaba mendigando. Se entera que el ruido anómalo que
escucha lo producía una multitud que seguía
a Jesús. Lo más probable fuese que Bartimeo hubiese oído hablar de los milagros
que hacía Jesús. Su ceguera le impedía acudir a los lugares en los que Jesús
obraba milagros. De oídas conocía a Jesús, es lo más probable. Por lo que nos
dice el texto, da la impresión de que Bartimeo tenía un fuerte deseo de salir
al encuentro de Jesús para que le curase la ceguera. Al darse cuenta de que
Jesús está pasando cerca de él, Bartimeo se pone a gritar con fuerza: “Jesús,
hijo de David, ten misericordia de mí. Los ultra defensores del orden que
respete el derecho de los
ciudadanos a que no se los moleste con
gritos, reprenden a Bartimeo para que se calle. Bartimeo sin hacer caso de la
prohibición: “Clamaba mucho más: ¡hijo de David, ten misericordia de mí! La
imperiosa necesidad que tenía Bartimeo de recuperar la visión impulsaba a
Bartimeo a comportarse como si fuese un mal educado.
En el
sentido espiritual tenemos ojos para ver y no vemos. No somos conscientes de
nuestra ceguera. No sentimos necesidad de gritar a viva voz: “¡Jesús, hijo de
David ten misericordia de mí!” los gritos de Bartimeo atraen la atención de
Jesús que, deteniéndose “mandó llamarle”. La multitud que quería que el
alborotador se callase, le dicen al ciego. “Ten confianza, levántate, te llama”.
Bartimeo, arrojando su capa, se levantó y vino a Jesús”. No perdió el tiempo.
Abandonando la capa se acercó a Jesús que le dijo: “¿Qué quieres que te haga?”
Como era de suponer la prioridad del
ciego era recuperar la vista. Le dijo a Jesús: “Maestro, que recobre la vista”.
Es muy posible que el lector sea un ciego espiritual que viviendo en un país
que se considera cristiano por fuerza ha tenido que oír hablar de Jesús. Si se
le acercase, ¿se levantaría corriendo
del sitio en donde esté para decirle: “Señor Jesús, ayuda mi incredulidad, ten
misericordia de mí. Dame fe para que pueda creer en Ti”. Si esta suposición se
hiciese realidad, no dude el lector que
de los labios de Jesús oiría estas palabras: “Vete en paz, tu fe te ha
salvado”. Y como hizo Bartimeo seguiría a Jesús en el camino
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