dissabte, 20 de juny del 2020


SANTIAGO 5. 16

“Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho”
La oración  auricular a un sacerdote para perdón de los pecados no se enseña a hacerlo en la Biblia. La única manera de recibir el perdón de Dios  es pedírselo a Él en el Nombre de Jesús. Hecha esta salvedad vayamos al texto de Santiago que meditamos.
Santiago nos dice que confesemos mutuamente nuestras ofensas. Esta petición es lógica. Los creyentes en Cristo seguimos siendo pecadores a pesar que la sangre de Cristo nos haya limpiado todos nuestros pecados. A menudo ofendemos a nuestros hermanos. Es en ese sentido que tenemos que pedir perdón al hermano que hayamos ofendido. Es así como seguimos el ejemplo de Dios que nos perdona antes de que le pidamos perdón.
El salmista se hace esta pregunta: “¿Quién podrá entender sus propios errores? El mismo da la respuesta. “Líbrame de los que me son ocultos” (Salmo 19: 12). El hecho de que seamos pecadores perdonados no nos libra de nuestra condición de pecadores en Cristo.  A veces ofendemos al hermano con conocimiento de causa, a sabiendas que lo hacemos. Otras veces, inconscientemente. Sea de una manera u otra tenemos que obedecer el consejo de Santiago: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros”. Haciéndolo así seguimos el ejemplo de Jesús que perdonaba a sus enemigos. Con mayor motivo  debemos hacerlo con los hermanos en la fe. ¡Cuántos males no desaparecerían de las iglesias si los creyentes en Cristo practicasen el perdón mutuo! Guardar resentimiento crea barreras que separan, cosa que rompe la unidad que debería existir entre personas que son miembros del cuerpo de Cristo. Con esta rotura no se da ejemplo al mundo. Tal vez esta falta de unidad sea la causa de que los cristianos no hagamos impacto en el mundo. Que el Señor nos dé fuerza para poner en práctica le mutuo perdón. La unidad que tenemos en Cristo  se pondría de manifiesto.
“Orad unos por otros”, sigue diciéndonos Santiago. La oración no tiene que ser una práctica hipócrita como la de los fariseos que buscaba el aplauso del público. Tiene que ser sentida. Por lo que hace a tener buenas relaciones con los hermanos tenemos que pedir perdón por las ofensas cometidas voluntariamente o involuntariamente. El reconocimiento de los propios errores es balsámico en las relaciones con los hermanos. Cerrada la puerta de nuestra habitación y a solas con el Señor, ¿le pedimos perdón por los pecados cometidos contra nuestros hermanos?
“La oración eficaz de justo puede mucho”. Si confesáramos mutuamente nuestras ofensas, las iglesias se convertirían en antesalas del Reino de Dios y ejemplos del amor de Dios en un mundo en el que el amor es una palabra que el viento se lleva.


SALMO 130: 1

“De lo profundo, oh Señor, a ti clamo, Señor oye mi voz, estén atentos tus oídos a la voz de mi suplica”
Palabras que brotan con fuerza del corazón del salmista. Un ardiente deseo de que Dios escuche su voz, de que atienda a su suplica. El salmista nos insta a reflexionar de cómo es nuestra relación con el Señor. A quien se le ha perdonado poco, poco ama. La mujer pecadora que se acercó a Jesús  ungiendo sus pies con un ungüento de gran precio, y que los mojó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos, amó mucho y sus muchos pecados le fueron perdonados. ¿Qué sentimos acerca de nuestro pecado? ¿Nos sentimos grandes pecadores o simplemente pecadores normales, pequeños pecadores, carentes de un ferviente amor por Jesús que nos ha amado de tal manera que murió por nosotros en la cruz.
“Jah, si miras a los pecados”, es decir, si te fijas en ellos porque no han sido lavados por la sangre de Jesús, “quién, oh Señor, podrá mantenerse?” Si los pecados no han sido perdonados nadie puede presentarse ante la presencia de Dios tres veces santo. ¿Qué hicieron Adán y Eva antes de que Dios cubriera su desnudez con las túnicas confeccionadas con las pieles de los animales que sacrificó el mismo Dios? Se escondieron de su presencia.  Nada impuro puede permanecer ante el  santísimo Dios. Los pecadores no perdonados tienen miedo de Dios. Se esconden de Él.
El salmista no se esconde de la presencia de Dios  porque a sabiendas de que es un pecador sabe  que en Él “hay perdón”. No tiene miedo de Dios. Se acoge a su misericordia manifestada en Jesús  y lo reverencia por haberlo amado de tal manera que dio a su Hijo único a morir por él. El pecador al que se le han perdonado sus muchos pecados reverencia a Dios. No se esconde de su presencia. Todo lo contrario, humildemente se acerca a Él para darle gracias por el perdón inmerecido recibido.
“Mi alma espera en el Señor”, dice el salmista. ¿Qué espera que el Señor vea en el salmista? El salmista se imagina que es un centinela que hace guardia en una de las vigilias de la noche. “Mi alma espera en el Señor, más que los vigilantes a la mañana, más que los vigilantes a la mañana” (v. 6). El centinela que está de guardia durante la noche no ve más allá de su nariz. Cualquier ruido lo atemoriza. Teme que algún enemigo al acecho salte sobre él y lo mate. Espera impacientemente que amanezca para que los miedos nocturnos desaparezcan. Con la intensidad del centinela el salmista ilustra  la espera impaciente que  su alma manifiesta por el Señor.
El salmista finaliza su poema manifestando su confianza en el Señor con estas palabras: “Espera Israel en el Señor, porque en el Señor hay misericordia, y abundante bendición con Él, y Él redimirá Israel de todos sus pecados”.
Con una sola vez que murió Jesús en la cruz  es suficiente para que todos los pecados del lector le sean perdonados.

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