dilluns, 16 de setembre del 2019


SALMO 12: 6

“Las palabras del Señor son palabras limpias, como plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces”
El salmista comienza su poema con estas palabras: “Salva, oh Señor, porque se acabaron los piadosos. Porque han desaparecido los fieles de entre los hijos de los hombres. Habla mentira cada uno con su prójimo. Hablan con labios lisonjeros, y con doblez de corazón” (vv. 1,2). Viviendo en un mundo tan malvado como esboza el salmista, ¿qué posibilidad tiene el fiel de salir victorioso en la lucha contra el mal ajeno y propio? El salmista responde a esa pregunta: “Tú, Señor los guardarás, de esta generación, los preservarás para siempre” (v.7). Y, ¿cómo lo hace?
La Palabra de Dios nos dice que los cristianos no tenemos que dejarnos contaminar de la corrupción existente en este mundo gobernado por Satanás. El Señor nos protege de ella. Lo hace por medio de nuestra voluntaria participación en la contienda con la colaboración de su Palabra y del Espíritu Santo que la grava en nuestro corazón. El salmista lo dice en plural: “Las palabras del Señor”. Todos los dichos de su boca se resumen en una sola palabra: Ley. Todas las palabras que pronuncian los labios del Señor y que han quedado registradas  en la biblia “son palabras limpias” que tienen poder para limpiar los corazones contaminados de pecado. Así se consigue que resplandezcan.
La Palabra de Dios es como un crisol que cuando el creyente se introduce en él, tiene el poder de separar el oro que es el fiel de las escorias que es el pecado. A medida que las escorias se vayan separando, el oro irá brillando con más fulgor. El salmista se hace esta pregunta: “¿Con qué limpiará el joven su camino? En lugar de joven podemos poner nuestro propio nombre. ¿Con qué limpiará el lector su camino? El salmista responde. “Con guardar tu palabra” (Salmo 119: 9). Esa es la tarea que como cristianos nos compete hacer en medio de una generación corrompida por el pecado. Recuerdo al lector que el lavado de los pies debe hacerse periódicamente pues durante el peregrinaje por este mundo el polvo del pecado se adhiere en nuestros pides. Si no los lavamos, nuestro testimonio se resentirá. Si nos parecemos mucho a los incrédulos, ¿cómo van estos a escuchar nuestras palabras? El mensaje no será creíble.


PROVERBIOS 14: 17

“El que fácilmente se enoja hará locuras y el hombre perverso será aborrecido”
Otras versiones dicen: “El hombre pronto a la ira obra neciamente”. ¿Cuál es la causa de que una persona explote con facilidad y se deje arrastrar por la ira o el enojo? Algo habrá tocado a su fibra sensible: el amor propio. Se siente ultrajado. Una opinión contraía a la propia es como una cerilla encendida arrojada dentro de un bidón de gasolina. El estallido es inmediato y el daño irreparable.
La persona de enojo fácil, fácilmente irritable, comete muchas necedades y locuras normalmente irreparables. Es un narciso que no puede soportar opiniones distintas a las suyas. Las relaciones se resienten, llegando incluso a romperse. La Biblia nos avisa de los peligros de ser sabio en la propia opinión. Quien pronto se sube por las paredes tiene un problema espiritual que no curarán  ni sicólogos ni siquiatras. Ni las pastillas recetadas consiguen la tranquilidad. Quien se da pronto a la ira no padece una enfermedad mental, sino una de espiritual que únicamente puede curar Jesús que es el Médico del alma. Si Jesús no interviene en el proceso curativo, la persona iracunda no será consciente de su pecado. Si algún indicio de iracundia observa en sí mismo la achacará a la responsabilidad del otro. La responsabilidad, según su opinión recaerá en el otro, no en sí mismo.
La Biblia cita el caso de Moisés que a pesar de ser considerado el más humilde de los hombres, cayó en la trampa de enojarse fácilmente. Dios le ordenó que hablara a la roca para que de ella brotase el agua que el pueblo pedía. Ante la infidelidad a Dios de quienes demandaban agua, en vez de hablar a la roca como le ordenó, Moisés airado la golpeó dos veces con su bastón. El comportamiento de Moisés tuvo sus consecuencias. No pudo poner los pies en la Tierra Prometida. Se le permitió verla desde lo alto del monte. Se le prohibió su entrada.
Si un hombre de la calidad moral y espiritual de Moisés se dejó llevar por el enojo fácil, ¿Qué será de nosotros que no le llegamos ni a la suela de sus zapatos?. El ser humano no acostumbra a ver sus propios errores. Los creyentes en Jesús debemos pedirle que nos muestre los que están ocultos. Para ello necesitamos humildad. Aprended de mí que soy maso y humilde de corazón, nos dice Jesús. Señor, soy ciego y no me doy cuenta de mi iracundia. Abre mis ojos para que pueda verla y pedirte perdón por este pecado que tanto afea mi vida y que impide que los hombres puedan ver tu gloria en mí. Perdóname Señor  y haz que con tu ayuda pueda quitarme de encima este pecado que tan a menudo me impide ser una luz que alumbre en las tinieblas de este mundo. ¡Ayúdame Señor, en verdad te necesito!



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