MISERICORDIA DIVINA
<b>Según
los fariseos un hombre que se atribuía el poder de perdonar pecados era un
blasfemo</b>
Hace un
año el papa Francisco concedió a los sacerdotes poder perdonar durante el Año
de la Misericordia el pecado de aborto. Finalizado el Año vuelve a hablar y
prorroga a perpetuidad poder perdonar este pecado que hasta ahora había estado
en manos de una autoridad superior a la del sacerdote. La pregunta que debemos
hacernos es: ¿De dónde ha salido que la clerecía puede perdonar pecados? Únicamente
existen dos textos en donde poder acogerse para poder defender esta posición.
Uno son las palabras que Jesús dijo a sus discípulos en el mismo día de su
resurrección: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a
quienes se los remitierais, les son remitidos” (Juan 20:23). Ante un auditorio
más amplio Jesús dijo. “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra,
será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en
el cielo” (Mateo 18.18). Los apóstoles jamás pretendieron poseer el poder de
perdonar los pecados de la manera que enseña la Iglesia católica. El poder de
perdonar pecados que poseían era indirecto, siendo la consecuencia de la
predicación del Evangelio. Los que creían en Jesús recibían el perdón de sus
pecados. La misericordia divina se manifestaba en aquellos que creían en Jesús
que “salva a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1: 21).
Los
apóstoles y sus discípulos y por extensión a los discípulos de los apóstoles a
lo largo de la historia fueron y son vehículos de la misericordia de Dios
mediante la Predicación del Evangelio. “Así que la fe es por el oír, y el oír
por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17).
A
Felipe, uno de los escogidos para ayudar a los apóstoles un ángel le dijo que
fuese al camino que va de Jerusalén a Gaza. Se pone en camino y se encuentra
con un hombre que sentado en su carro iba leyendo al profeta Isaías, sin
entender lo que leía. Felipe se acerca al lector y éste le pide que le explique el significado
del texto que está leyendo. Felipe le dice que el escrito incomprendido se
refería a la muerte de Jesús para expiar los pecados de los hombres. El eunuco
etíope “creyó que Jesucristo es El Hijo de Dios”. Al separarse, el recién
convertido “siguió gozoso su camino” (Hechos 8: 26-39).
El
evangelio de Mateo finaliza con estas palabras de Jesús: “Toda potestad me es
dada en el cielo y en la tierra. Por tanto id y haced discípulos a todas las
naciones, bautizándolos en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo, enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado, y he aquí yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28: 18-20).
¡Qué oportunidad perdida para decirles a sus discípulos que también recibían el
poder de perdonar pecados!
David
clama: “respóndeme cuando clamo, oh Dios de mi justicia” (Salmo 4:1). El
salmista no cree que sea alguien sin pecado. En el salmo 51 el mismo poeta
describe claramente el sentido que tiene
que el Señor sea la justicia del pecador: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme
a tu misericordia, conforme a la multitud de tus piedades, borra mis
rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo
reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mi” (Salmo 51: 1-3).
Con lo
que la Biblia nos dice de David no se le puede considerar un hombre bueno. Nos
explica que fue un adúltero y que mandó asesinar al esposo de su amante.
Habiendo sido perdonado por la fe en el Mesías que tenía que venir, expone:
“purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve”
(v.7). El lenguaje de David es simbólico y se refiere a la sangre de los
corderos sacrificados sobre el altar. La sangre de los animales inmolados
representaba la sangre de Jesús, el Cordero de Dios que borra el pecado del
mundo. Lo que la sangre de los corderos sacrificados día tras día no conseguía
porque era simbólica, la sangre de Jesús vertida en un solo sacrificio, lo
obtenía. “La sangre de Jesucristo su Hijo (de Dios) nos limpia de todo pecado”
(1 Juan: 7). “Justificados, pues, por la
fe, tenemos paz para con Dios por medio
de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). Por la fe en Jesús Dios declara
justo al pecador porque Jesús en la cruz carga con el pecado del pecador y con ello paga la deuda que el pecador tiene
con Él. Hemos sido comprados para Dios al precio de la sangre de su Hijo. Por
esto Dios puede hacer que David, y con él todos los pecadores arrepentidos se
puedan ver “más blancos que la nieve”.
El pecador se hace suya la misericordia de Dios invocando el Nombre de Jesús
que salva a los pecadores. No hace falta la participación eclesiástica humana porque si interviene, en lugar de
encontrar la misericordia de Dios prevalece la confusión espiritual. No puede
continuar su camino lleno de gozo. Le falta la certeza de haberse reconciliado
con Dios”
Octavi Pereña i Cortina
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