SALMO 103:3
“Él es quien perdona todas tus
iniquidades, el que sana todas tus dolencias”
El salmista como todos los
autores inspirados por el Espíritu Santo y cuyas obras constan en el Canon de
las Sagradas Escrituras son unánimes en asegurar que la salvación de todos los
hombre, sin excepción alguna, es una obra exclusiva de Dios realizada por su
Hijo Jesucristo derramando su sangre en la cruz del Gólgota.
Las Escrituras, asimismo se encargan de recordarnos que no debemos
añadir ni quitar nada del texto sagrado ya que hacerlo acarrea castigo. “Ahora,
pues, oh Israel, oye los estatutos y decretos que yo os enseño, para que los
ejecutéis, y viváis…No añadiréis a la palabra que yo os he mandado, ni
disminuiréis de ella, para que guardéis los mandamientos del Señor
vuestro Dios que yo os ordeno” (Deuteronomio 4:12). “Cuidarás de hacer
todo lo que te mando, no añadirás a ello, ni de ello quitarás” (Deuteronomio
12:32).
Cuando Jesús finalizaba el llamado Sermón de la Montaña, refiriéndose a
sus palabras dice: “Cualquiera, pues, que oye estas palabras, y las hace, le
compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca” (Mateo
7:24). Quien así no lo hace Jesús lo compara “a un hombre insensato, que
edificó su casa sobre la arena” (v.26), con el resultado que la inundación
derribó su casa. Con ello, Jesús nos insta a escuchar y obedecer su palabra que
se encuentra en toda la Escritura pues toda ella es palabra de Dios (2 Timoteo
3:16).
Por estas fechas, mediados de agosto, la Iglesia católica nos recuerda
la declaración que el Concilio Vaticano II hizo de María ascendida a los cielos
en cuerpo y alma: “No se ha desentendido de su dedicación salvadora, sino
que ella con su intercesión múltiple sigue procurándonos los dones de la
salvación eterna” . Al arzobispo de Barcelona Lluís Martínez Sistach,
añade: “La mediación de María, virgen y madre de Jesús, sigue en la historia
de la Iglesia y del mundo. María ascendida, con su amor materno, cuida de los
hermanos de su Hijo que siguen peregrinando y se encuentran en peligros y
angustias hasta que sean conducidos a la patria bendita”.
El supuesto ministerio de María
como colaboradora en la salvación efectuada por su Hijo no encuentra apoyo en
ningún lugar de las Escrituras canónicas. Es un añadido al texto sagrado que
indirectamente merece la condena que hace el apóstol Juan al finalizar Apocalipsis: “Yo testifico a
todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: si alguno añade a
estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro”
(22:18).
2 CORINTIOS 5:7
“Porque por fe andamos, no por vista”
La muerte, el destino que nadie puede eludir por cuanto todos hemos
pecado. Todos debemos morir, aterra. No debe ser así para el creyente en
Cristo. El apóstol Pablo en 2 Corintios 5:1-10 trata de dicho tema para alentar
a quienes tienen “las arras del Espíritu”.
De todos es bien conocido que el cuerpo se va desmoronando con el paso
de los años, nuestra morada terrestre se va deshaciendo, El Espíritu da
certeza de que a pesar que el cuerpo se destruye “tenemos en Dios un
edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”. El destino
final es la resurrección. El creyente en Cristo en tanto viva en la tierra es
una existencia no exenta de dificultades: “Gemimos deseando ser revestidos
de aquella nuestra habitación celestial, pues así seremos hallados vestidos, no
desnudos”
Dice el apóstol que los creyentes en Cristo cuando están aquí en la
tierra con el cuerpo mortal que se destruye” gemimos con angustia, porque no
quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido
por la vida”. La fe que el creyente ha recibido de Dios le hace contemplar
el destino final glorioso que le aguarda. Gime al contemplar el deterioro que
experimenta su cuerpo, pero estimulado por la certidumbre de que “lo mortal
es absorbido por la vida”. El cuerpo físico mortal no es idóneo para entrar
en el reino de los cielos: lo que es corruptible debe revestirse de
incorruptibilidad.
En tanto el creyente se encuentra aquí en la tierra habita en la
antesala del reino de los cielos esperando que se abra la puerta que le
introduce en el Reino de Dios eterno. En esta situación de espera de lo mejor
no hay lugar para la angustia: “Así que vimos confiados siempre” aunque “estamos
ausentes del Señor”, “porque por fe andamos, no por vista”.
Algunos dicen que la seguridad de la salvación. La certeza de que nada
ni nadie le puede arrebatar la salvación que Jesús realizó a su favor al precio
de su sangre, da lugar a la apatía. Nada de eso. El deseo de abandonar el
cuerpo mortal para que en su día se convierta en un cuerpo espiritual va
acompañado del deseo de “serle agradables…Porque es necesario que todos
nosotros compareceremos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba
según haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o malo”. El tiempo
que dure la permanencia en la antesala del Reino de Dios no da lugar a la
pereza sino a la actividad agradable al Señor movida por el amor a Él.
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