SALMO 107: 33, 34
“Él convierte los ríos en desierto, y los
manantiales de las aguas en sequedades, la tierra fructífera en estéril, por la
maldad de los que la habitan”
El
texto que comentamos es ecológico y de rabiosa actualidad. Un día sí y otro
también, los medios nos hablan de la
sequía y, si el tiempo no cambia, de posibles restricciones. Los ojos de todos
están puestos en el cielo para ver si en el horizonte se vislumbra “una pequeña nube como la palma de la mano,
que sube del mar”. “Y aconteció que estando en esto, que los cielos se
oscurecieron con nubes y viento, y hubo una gran lluvia” (1 Reyes 18: 44,
45). La grave sequía que azotó a Israel fue ocasionada por el pecado del rey y
de la población que habiéndose olvidado del Señor se volvieron a los baales. La
sequía no fue ocasionada por la naturaleza impersonal que actúa a capricho sino
que la ocasionó Dios por haberle ofendido. Cuando Dios consideró que el objetivo
se había cumplido activó a la naturaleza
que pone en movimiento una pequeña nube que pronto se ensanchó hasta oscurecer
el cielo. El agua cayó a raudales.
El
relato de la sequía que encontramos en 1 Reyes 17, 18, pone de manifiesto que
la naturaleza no actúa caprichosamente, sino siguiendo estrictamente las
instrucciones que recibe del Creador. A lo largo de esta nuestra sequía,
excepto algún caso aislado de sacerdote u obispo que han sacado en procesión la
imagen de algún santo o virgen, que por cierto no es la manera correcta de
afrontar la grave situación, no se han hecho declaraciones claras de
arrepentimiento de los pecados cometidos contra Dios. Con gran expectación se
está pendiente de los partes meteorológicos que anuncien lluvias abundantes que
llenen los embalses y con ello no falte el agua de boca y que los payeses
puedan regar sus campos para que produzcan los alimentos necesarios.
Las
conciencias no han sido sacudidas. Los desplazamientos con fines turísticos no
disminuyen. Los macro conciertos agotan las entradas. Los estadios se llenan.
En nuestra insensatez nos comportamos como si nada ocurriese.
El
texto que comentamos es muy claro. ““Él
convierte los ríos en desierto, y los manantiales de las aguas en sequedades,
la tierra fructífera en estéril, POR LA MALDAD DE LOS QUE LA HABITAN”. La
paciencia de Dios tiene sus límites. Es paciente y permite que podamos
escoger entre el camino de la vida o el
de la muerte. No culpemos a Dios de lo que nos ocurre. Aún estamos a tiempo de
poder hacer la elección correcta. Tal vez mañana no dé lugar.
SALMO 6: 5
“Porque no hay recuerdo de ti en la muerte:
en el sepulcro, ¿quién te dará gracias?”
En el
Antiguo Testamento el tema de la vida después de la muerte no estaba tan
definido como en el Nuevo, pero daba vislumbres de ella. Marta, la hermana de
Lázaro, a quien Jesús iba a resucitar en breve, Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Sin vacilar la
mujer responde: Yo sé que resucitará en
el día postrero” (Juan 11. 13, 14). Jesús
esclarece el alcance el alcance de la resurrección al decir: “No os maravilléis de esto, porque vendrá la hora cuando todos los que están en
los sepulcros oirán su voz, y los que hicieron la bueno saldrán a resurrección
de vida, mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan
5: 28, 29).
Con la
muerte física se produce la separación en la dualidad del ser humano: Cuerpo y
espíritu. Al cuerpo se le entierra esperando que la corrupción cumpla con su
trabajo destructivo, o la incineración que ahora está de moda, en un instante
el cuerpo se convierte en cenizas. El espíritu de los justos que son aquellos
que han creído en Cristo, de inmediato va a la presencia de Dios, El de los impíos al Hades. Ambos esperando el día
de la resurrección para que el cuerpo y el espíritu se reúnan y pasen la
eternidad juntos. En aquel instante, tanto para los justos como para los impíos
su cuerpo se habrá convertido en inmortal e incorruptible. Los justos gozarán
la presencia de Dios toda la eternidad. Los injustos la pasarán en el infierno
alejados de la presencia de Dios.
Los
creyentes en Cristo, por la fe vivimos con la esperanza que se harán realidad
las palabras de Jesús: “no temáis a los
que matan el cuerpo, mas al alma no pueden matar, temed más bien a aquel que
puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mateo 10: 28). Para los
creyentes en Cristo este texto es muy esperanzador porque saben que la muerte
del cuerpo es inevitable, sea plácidamente en la cama, junto a los seres
queridos, o violentamente debido a un accidente o a uno de los muchos actos de
violencia que se dan. La manera de morir es lo de menos porque saben con
certeza el futuro glorioso que les espera. Para los impíos saber que la muerte
les espera agazapada en la esquina en espera de dar el zarazo mortal, debería
ser un toque de diana para que despierten de su sopor y acudan a Jesús para que
tenga piedad de ellos, pues,” al que a mí
viene, no lo echo fuera” (Juan 6: 37).
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