HECHOS 12: 19, 20
“Y tomándole, le trajeron al Areópago,
diciendo: ¿Podemos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas? Pues traes
a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto”.
Mientras
el apóstol Pablo esperaba en Atenas la llegada de Silas y Timoteo “su espíritu se enardecía viendo la ciudad
entregada a la idolatría” (v. 16). La espera no la pasaba vagabundeando por
la ciudad sino anunciando el evangelio: “Así
que discutía en la sinagoga con los
judíos y piadosos, y en la plaza cada día con los que concurrían” (v. 17).
Parece ser que la actividad del apóstol despertaba la atención de los filósofos
de la ciudad: “Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos disputaban
con él, y unos decían. ¿Qué quiere decir este palabrero? y otros: Parece ser
que es predicador de nuevos dioses, porque les predicaba el evangelio de Jesús,
y de la resurrección” (v.18). Ahora es cuando entra en escena el texto que
sirve de base de esta reflexión. Se supone que la filosofía sirve para buscar
sabiduría, profundizar en ella, pero los filósofos atenienses no eran así: “Porque todos los atenienses y los
extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir
o en oír algo nuevo” (v. 21). Pablo como buen evangelista que era, sin
perder su identidad, se pone en la piel de los atenienses con el fin de
rescatar a algunos de los atrapados en la red de Satanás.
El
apóstol observa que la ciudad de Atenas está salpicada de
múltiples santuarios dedicados a sus divinidades. Eran tan religiosos que para
no ofender a alguna de ellas por olvido, tenían un santuario dedicado “al dios desconocido” (v. 23). Dios que
ha hecho el mundo y todo lo que en él hay “no
habita en templos hechos por manos humanas” (v. 24). “Siendo linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea
semejante a oro, o a plata, o piedra preciosa, escultura de arte y de
imaginación de hombres” (v. 29). “Habiendo
pasado Dios por alto el tiempo de esta ignorancia, ahora manda a todos los
hombres en todo lugar, que se arrepientan por cuanto ha establecido un día en
el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel Varón a quien designó, dando
fe a todos con haberle levantado de los muertos” (vv. 30, 31). La reacción
de los atenienses a la predicación de Pablo: “Unos se burlaban, y otros decían: ya te oiremos otra vez” (v. 32).
Como en el caso de Lidia que “estaba
oyendo, y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que
Pablo decía” (Hechos 16: 14). En el caso de los atenienses “algunos oyeron, juntándose con él”
(v.34). La predicación del Evangelio sirve para separar el trigo de la paja. A
los escogidos por Dios desde antes de la fundación del mundo Dios les concede
el don de la fe para que crean que Jesús es el Salvador del mundo.
LUCAS 4: 38, 39
“La suegra de Simón tenía una gran fiebre, y
le rogaron por ella. E inclinándose hacia ella, reprendió a la fiebre, y la
fiebre la dejó, y levantándose ella al instante, les servía”
La
suegra del apóstol Pedro es un buen ejemplo de servicio cristiano. Previa a la
conversión una gran fiebre entumece a muchas personas. La calentura los
incapacita. Neurosis, depresión, estrés y una infinidad de pequeñas
esclavitudes que inmovilizan. Sin miedo de caer en extremismos tengo el
convencimiento de que la nuestra es una
sociedad de muertos vivientes. A regañadientes trabajan, sí. Dan la impresión
de que viven, sí. Tienen el cuerpo vivo. El corazón bombea la sangre. Pero
tienen el espíritu muerto. De ahí la importancia que tienen los intercesores.
No me refiero a los santos y vírgenes que suplantan a Jesús que es el camino
que conduce al Padre celestial. Quiero decir
personas que como individuos anónimos se dirigieron a Jesús “y rogaron por ella”. Quiero decir
creyentes en Cristo que interceden por sus parientes, amigos y enemigos.
Desconocemos
si las oraciones intercesoras por los enfermos
y necesitados, que por cierto son muchos
y cuyos nombres fluyen silenciosos de quienes median por ellos, es la
voluntad de Dios curarlos. No nos corresponde a nosotros investigar los
secretos de Dios porque nos daremos cabezazos contra la pared. Sí sabemos que tenemos que interceder por los
que sufren porque esta es la voluntad de Dios. La perseverancia del orante
manifiesta que se ama al que sufre. No solamente se tiene que amar a las
personas que nos son afines. La Escritura nos enseña a amar a nuestros
enemigos. Si no se excluye a éstos de la lista con los nombres por los que se
intercede nos colocamos dentro de la voluntad divina. Dios bendice a quienes se
sitúan dentro de su voluntad.
Si la
oración intercesora es voluntad de Dios no vuelve a él vacía. Hace aquello por
lo que ha sido enviada. La fiebre que entumece desaparece. El enfermo se cura.
El desánimo da paso a la vitalidad. La
energía recuperada hace que el paupérrimo se levante del sofá, de la butaca, de
la cama que le mantenía inactivo. Dejando atrás las desgracias se levanta y se
pone al servicio de Jesús.
¡Cuán
necesario es que en las iglesias se encuentren muchas personas que intercedan
las unas por las otras para que desparezca la fiebre que mantiene inactivas a
tantos individuos!
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