SALMO 73: 16,17
“Cuando pensé para saber esto, fue duro
trabajo para mí, hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin
de ellos”
Viendo
el salmista su entorno y conociendo los pensamientos que brotaban en su
corazón, escribe: “En cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies, por poco
resbalaron mis pasos, porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la
prosperidad de ellos” (vv. 2,39. A los impíos la vida les va viento en popa.
Hoy Internet, televisión, las revistas del corazón, ponen al alcance de todos
el “glamour” de las estrellas del espectáculo, El lujo en que viven quienes
amasan fortunas a costa del sufrimiento de quienes les ayudan a conseguirlas.
El salmista, fue tentado ante tanto esplendor. Fue una tentación fugaz que se
disipó “entrando en el santuario de Dios”. Quizás el salmista acudió al templo
y allí reflexionó y se dio cuenta de que la “prosperidad de los impíos “no es
nada más que oropel, latón pulido que imita el oro. El salmista a pesar de las
carencias materiales que tenía era infinitamente más rico que el magnate más
poderoso de este mundo porque sus riquezas “no durarán para siempre”. En
cambio, tener a Dios es poseer el tesoro que el ladrón más experto no le podrá
robar, ni el ácido más corrosivo destruir. El salmista no poseía carruajes de
gran lujo, Tal vez convivía con un asno que era su medio de transporte, pero
era feliz porque el Señor era su bien más preciado.
Al
meditar en el Señor, el salmista “comprendió el fin de ellos”. Las riquezas de
los poderosos dejaron de deslumbrarle porque entendió que no las necesitaba
para ser feliz. Para disfrutar de la vida en plenitud le bastaba con tener a
Dios. La reflexión traspasó las nubes y le condujo a las mansiones celestiales
en donde el Señor le estaba preparando un lugar para él y comprendió que los
magnates, las estrellas del espectáculo, los impíos no tienen plaza reservada
para ellos.
El
salmista no se alegró al “comprender el fin de ellos”, no sería de buen
cristiano hacerlo. Oraría por ellos para que el Señor les abriera los ojos para
que a su vez comprendiesen el fin que les espera. En tanto el Señor no llame a
las estrellas del espectáculo, a los magnates, a los impíos a dejar este mundo,
tienen aún la posibilidad de abrir los ojos y por la fe en Jesús contemplarle preparar
lugar para ellos. Mostremosles la misericordia que Dios ha puesto en nuestros
corazones.
ÉXODO 10: 23
“Nadie vio a su prójimo, ni nadie se
levantó de su lugar en tres días, pero todos los hijos de Israel tenían luz en
sus habitaciones”
Debido
a la obstinación el faraón las tinieblas invadieron toda la tierra de Egipto.
La oscuridad era tan espesa que paralizó el país durante tres días. Todo Egipto
a oscuras “pero todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones”. Un
apagón de luz por un poco de tiempo nos es muy molesto, ¡Cuánto más debía serlo
tres días de oscuridad total, sin un rayo de luz que iluminase sus hogares!
La
obstinación del faraón de no querer oír la voz el Señor que le llegaba por
medio de Moisés ocasionó que el castigo de Dios descendiera sobre Egipto. Si la
oscuridad física es tan traumática, mucho más lo son las tinieblas
espirituales. Las tinieblas espirituales implican que la luz de Dios llegue
parcialmente a los hombres. Digo parcialmente porque todavía no ha ocurrido el
eclipse total del Sol de Justicia que es Jesucristo. El Señor en su
misericordia permite que de entre los espesos nubarrones que amenazan tormenta
se filtren unos tenues rayos de luz celestial. Si unas espesas tinieblas
espirituales mitigadas hoy por unos tenues rayos de la luz de Dios porque el
Espíritu Santo impide que la maldad del hombre se exprese con toda su potencia,
son tan terribles, ¡qué no será mañana cuando los hombres que hoy no han
conocido a Dios “sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia
del Señor y de la gloria de su poder!” (2 Tesalonicenses 1: 9).
La
eterna condenación “excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su
poder”, será una eternidad sufriendo una oscuridad espantosa sin la más remota
esperanza de que un rayo de luz divina, ni por equivocación, ilumine sus ojos.
Una eternidad envueltos de espantosas tinieblas es la consecuencia de imitar
los hombres al faraón que en su obstinación se negó a escuchar la voz de Dios.
Juan
el Bautista, como satélite del Sol
de Justicia “dio testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él…y los
suyos no le recibieron” (Juan 1: 7, 11). Juan nos da una explicación de por qué
un cierto número de personas se pasarán la eternidad “excluidos de la presencia
de Dios y de la gloria de su poder”: “Y esta es la condenación: que la luz vino
al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz no viene a la luz, para que sus obras no sean
reprendidas” (Juan 3: 19,20). La condenación eterna es consecuencia de una
decisión viviendo en este mundo terrenal.
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