SALMO 105: 41
“Abrió la peña, y fluyen aguas,
corrieron por los sequedales como un río”
Los hijos de Israel se encontraban sedientos en el desierto de Sin “no
había agua para que el pueblo bebiese”. El Señor ordena a Moisés que golpee
la peña “y saldrán de ella aguas y beberá el pueblo”. “Fluyeron
aguas, corrieron por los sequedales como un río”. Las bocas resecas y los
labios agrietados recuperaron la humedad perdida.
El apóstol Pablo interpreta esta escena del desierto de Sin de esta
manera: “y todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la
roca espiritual que los seguía , y la roca era Cristo” (1 Corintios 10:4).
Todo el pueblo bebió del agua espiritual simbólica, “pero de los más de
ellos no se agradó Dios, por lo cual quedaron postrados en el desierto” (v.5).
Una vez más la Escritura nos recuerda que no debemos confiar en los símbolos.
El bautismo, la Cena del Señor, si no van acompañados de una auténtica fe en
Jesús sirven únicamente para hacer más dura la condenación si antes de la muerte
no se produce una verdadera conversión a Cristo.
“En el último día de la gran fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz
diciendo: Si alguien tiene sed, venga a mí y beba”. El llamamiento
no lo hace en secreto, lo hace público y alzando la voz para que toda la
multitud pueda oírlo: “Si alguien tiene sed”. Todos los oyentes tenían
sed del agua que mana de la fuente, pero pocos sentían la sed del alma que
solamente les podía satisfacer Jesús que es el Agua Viva. “El que cree en
mí” dice Jesús “de su interior correrán ríos de agua viva” y no
volverán a tener “sed jamás”.
La sed del alma no la pueden apagar sucedáneos. No basta con ser
religioso y asistir todos los domingos al culto. No es suficiente con haberse
bautizado. No sirve participar de la Cena del Señor cuando la iglesia reunida
recuerda la muerte de Jesús en la cruz. El Señor es enfático: “El que cree
en mí de su interior correrán ríos de agua viva”. Los cristianos que
solamente son cristianos formales a semejanza de los israelitas “de los más
de ellos no se agradó Dios, por lo cual quedaron postrados en el desierto”.
Es una mala recompensa ser solamente cristiano religiosamente correcto.
ECLESIASTÉS 5:2
“No te des prisa con tu boca, ni
tu corazón se apresure a proferir palabras delante de Dios”
Ante Dios debemos enmudecer. El
Señor es el infinito. El hombre es polvo, un gusano. Ante tanta magnificencia lo mejor es el silencio. Cierto
es que Dios se ha revelado y ha dado a conocer algo de su Persona, pero, ¿quién
puede comprender al Infinito?
Los grandes hombres de Dios han optado por el silencio cuando se han
encontrado ante Dios. Si algo han dicho en este encuentro es: “¡Ay de
mí que soy hombre muerto”. Si alguien en su ignorancia se atreve a discutir
con Dios, Éste, en el momento oportuno le tiene que decir: “¿Quién es ese
que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría?”
Cuando es el orgullo el que abre los labios para hablar con Dios, de la
boca salen necedades. Un fariseo subió al templo a orar. Por lo que nos dice la
Escritura los fariseos eran unos engreídos que presumían de cumplir
estrictamente la Ley de Dios. Su necedad se pone de manifiesto en el fariseo de
la parábola: “El fariseo puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera:
Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos,
adúlteros, ni aún como este publicano”. Sin embargo, el publicano al que se
refiere el fariseo manifiesta una actitud ante Dios totalmente distinta: “Mas
el publicano, estando lejos, no quería ni aún alzar los ojos al cielo, sino que
se golpeaba el pecho, diciendo, diciendo: Dios, se propicio a mí, pecador”.
Dos religiosos que adoraban al mismo Dios ¡qué actitud tan distinta!
Los cristianos adoramos al mismo Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Ello
no impide que unos adoren al estilo de fariseo y otros al del publicano. Jesús
añade una coletilla al final de la parábola que es la lección que quiere que
aprendamos: “Os digo que éste (el publicano) descendió a su cada justificado
antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado, y el que
se humilla será enaltecido”
Un examen de conciencia se requiere: ¿Cuál es la
característica de nuestra adoración? ¿Cómo nos comportamos ante Dios? ¿Con la
verbosidad del fariseo o con la humildad del publicano. La oración del publicano
recibe perdón, la del fariseo condena.
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