dissabte, 27 de juliol del 2024

 

JONÁS 2: 12

“Entonces oró Jonás al Señor su Dios desde el vientre del pez, y dijo: Invoqué en mi angustia al Señor, y Él me oyó, desde el seno del sepulcro clamé, y mi voz oíste”

“Mas la hora viene, y ahora es cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan  4: 23). Este texto forma parte de la conversación que Jesús mantuvo con la samaritana. Jesús le viene a decir a la mujer que se ha terminado el tiempo en que en el templo en Jerusalén o  otro lugar considerado sagrado eran los espacios idóneos para dirigiré a Dios. Con la muerte y resurrección de Jesús los lugares considerados sagrados no tienen razón de ser.

Cuando Jesús enseña a sus discípulos a orar les dice que no lo hagan como los fariseos hipócritas que les gusta hacerlo en público para recibir los aplausos de los espectadores.  Así de claro lo dice Jesús: “Mas tú, cuando ores, entra en tu habitación, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6: 6). Lo que nos viene a decir Jesús es que los devocionales no tienen que convertirse en un espectáculo. Consisten en una relación íntima entre el orante y el Padre celestial. Una vez cerrada la puerta abre tu corazón al Señor. Si alguien te contempla podrá pensar que estás ebrio como el sacerdote Elí lo creyó de Ana. Pero el Señor escuchó la oración de Ana. Ello no quita que imitemos  a Nehemías que sirviendo al rey como copero  “Oró al Dios de los cielos” Nehemías 2: 4). Creo improbable que si no se mantienen reuniones secretas con el Padre celestial, encontrándonos inmersos en ocupaciones mundanas “Oremos al Dios de los cielos”.

Vayamos al texto de Jonás. Dios manda al profeta que vaya a Nínive y exponga el mensaje de salvación que tienen preparado para los ninivitas. En vez de obedecer, embarcó en un navío con destino a Tarsis. Es decir, en dirección opuesta al destino que le había asignado el Señor. El Señor manda una fuerte tempestad que amenaza con hacer naufragar la nave en que viaja Jonás. La tripulación lanza al mar al profeta desobediente a Dios con el propósito de calmar la tempestad. Pero Dios tiene preparado un gran pez que engulle al profeta desobediente.   Encontrándose en lo que considera “el seno del sepulcro, oró a Dios y Él me oyó”. La omnipresencia  de Dios no tiene límites. Supongamos que toda la humanidad en un mismo instante se dirigiese al Padre en oración. La línea de comunicación con Dios  no se bloquearía, impidiendo hablar con Él. El Señor permanece sentado las veinticuatro horas del día ante la centralita dispuesto a escuchar a quienes quieren hablar con Él. La relación con Dios no tiene ningún parecido con lo que ocurre con la sanidad pública que en algunos casos tiene demoras de meses.

Jonás enterrado en el vientre del gran pez, dice: “Invoqué en mi angustia y Él me oyó, desde el seno del sepulcro clamé, y mi voz oíste”.  En el lugar más inimaginable en que podamos encontrarnos el Señor tiene su oído atento para escuchar nuestras suplicas y llenar de abundante paz al corazón afligido.


MIQUEAS 4. 1, 3

“Acontecerá en los postreros tiempos que el monte de la casa del Señor será establecido por cabeza de montes, y más alto que los collados, y correrán a Él los pueblos…Y Él juzgará entre muchos pueblos, y corregirá naciones poderosas hasta muy lejos, y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces, no se alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra”

Desde Caín,  el primogénito de Adán que asesinó a su hermano Abel por diferencias religiosas hasta nuestros días y, desde hoy hasta el final del tiempo, será una historia caracterizada por la violencia. Hoy por no perder la costumbre, nuestra existencia se caracteriza por la inestabilidad. Nos quejamos. Nos manifestamos. Conseguimos pequeñas victorias. Pero sigue vigente la maldición que Dios pronunció contra la Tierra por el pecado de Adán. Se nos concede el derecho al pataleo, pero la maldición sigue en pie. No se ha debilitado ni lo más mínimo. Falsas religiones proliferan que confunden  a los hombres. Guerras y rumores de guerras nos asedian. La maldad en sus diversas manifestaciones se pasea lozana entre nosotros. En vez de patalear para no conseguir nada provechoso deberíamos sentarnos y con tranquilidad    reflexionar si ello tiene algún significado. “Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos, y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (Lucas 21: 28). Jesús narra una parábola que nos instruye: “Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya brotan, viéndolo, sabéis por vosotros mismos que el verano ya está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios” (Lucas 21: 29-31). Así que los cataclismos que nos zarandean a su gusto no tienen por qué ser motivo de desánimo. Nos recuerdan que el reino de Dios se acerca y con su venida el fin de todo aquello que nos perturba. Jesús en diversas ocasiones alerta a que permanezcan vigilantes porque el reino de Dios no vendrá acompañado de bombos  y platillos para despertarnos de nuestra soñolencia. Lo hará de manera inesperada como lo hace el ladrón que entra en nuestra casa para desvalijarla. Siempre  tenemos que estar en alerta para que no nos suceda lo mismo que les ocurrió a aquellas vírgenes necias que no estaban preparadas para recibir al esposo. Mientras fueron  buscar aceite para sus lámparas el esposo llegó y entrado en el salón de la cena con las vírgenes prudentes, se cerró la puerta. Las vírgenes imprudentes que no se prepararon para la venida del Esposo, al regresar de ir a comprar aceite para sus lámparas encontraron cerrada la puerta que daba acceso al salón donde se celebraba el banquete. Golpearon con fuerza a la puerta. Ésta no se abrió. Desde el interior oyeron una voz que les decía. “No os conozco”. Si no desmayamos seremos salvos y, en el día de la resurrección entraremos en el reino de Dios anunciado por el profeta Miqueas. Así que, el mal tiene un límite. Los que se convierten en ciudadanos del reino de Dios por la fe en Jesús, el Rey de reyes y Señor de señores gozarán eternamente la paz de Dios.

 

 

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