JONÁS 2: 12
“Entonces oró Jonás al Señor su Dios desde el
vientre del pez, y dijo: Invoqué en mi angustia al Señor, y Él me oyó, desde el
seno del sepulcro clamé, y mi voz oíste”
“Mas la hora viene, y ahora es cuando los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también
el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan
4: 23). Este texto forma parte de la conversación que Jesús mantuvo con
la samaritana. Jesús le viene a decir a la mujer que se ha terminado el tiempo
en que en el templo en Jerusalén o otro
lugar considerado sagrado eran los espacios idóneos para dirigiré a Dios. Con
la muerte y resurrección de Jesús los lugares considerados sagrados no tienen
razón de ser.
Cuando
Jesús enseña a sus discípulos a orar les dice que no lo hagan como los fariseos
hipócritas que les gusta hacerlo en público para recibir los aplausos de los
espectadores. Así de claro lo dice
Jesús: “Mas tú, cuando ores, entra en tu
habitación, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre
que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6: 6). Lo que nos
viene a decir Jesús es que los devocionales no tienen que convertirse en un
espectáculo. Consisten en una relación íntima entre el orante y el Padre
celestial. Una vez cerrada la puerta abre tu corazón al Señor. Si alguien te
contempla podrá pensar que estás ebrio como el sacerdote Elí lo creyó de Ana.
Pero el Señor escuchó la oración de Ana. Ello no quita que imitemos a Nehemías que sirviendo al rey como
copero “Oró al Dios de los cielos” Nehemías 2: 4). Creo improbable que si
no se mantienen reuniones secretas con el Padre celestial, encontrándonos
inmersos en ocupaciones mundanas “Oremos al Dios de los cielos”.
Vayamos al texto de Jonás. Dios manda al
profeta que vaya a Nínive y exponga el mensaje de salvación que tienen
preparado para los ninivitas. En vez de obedecer, embarcó en un navío con
destino a Tarsis. Es decir, en dirección opuesta al destino que le había
asignado el Señor. El Señor manda una fuerte tempestad que amenaza con hacer
naufragar la nave en que viaja Jonás. La tripulación lanza al mar al profeta
desobediente a Dios con el propósito de calmar la tempestad. Pero Dios tiene
preparado un gran pez que engulle al profeta desobediente. Encontrándose en lo que considera “el seno del sepulcro, oró a Dios y Él me
oyó”. La omnipresencia de Dios no
tiene límites. Supongamos que toda la humanidad en un mismo instante se
dirigiese al Padre en oración. La línea de comunicación con Dios no se bloquearía, impidiendo hablar con Él.
El Señor permanece sentado las veinticuatro horas del día ante la centralita
dispuesto a escuchar a quienes quieren hablar con Él. La relación con Dios no
tiene ningún parecido con lo que ocurre con la sanidad pública que en algunos
casos tiene demoras de meses.
Jonás enterrado en el vientre del gran pez,
dice: “Invoqué en mi angustia y Él me
oyó, desde el seno del sepulcro clamé, y mi voz oíste”. En el lugar más inimaginable en que podamos
encontrarnos el Señor tiene su oído atento para escuchar nuestras suplicas y
llenar de abundante paz al corazón afligido.
MIQUEAS 4. 1, 3
“Acontecerá en los postreros tiempos que el
monte de la casa del Señor será establecido por cabeza de montes, y más alto
que los collados, y correrán a Él los pueblos…Y Él juzgará entre muchos pueblos,
y corregirá naciones poderosas hasta muy lejos, y martillarán sus espadas para
azadones, y sus lanzas para hoces, no se alzará espada nación contra nación, ni
se ensayarán más para la guerra”
Desde Caín, el primogénito de Adán que asesinó a su
hermano Abel por diferencias religiosas hasta nuestros días y, desde hoy hasta
el final del tiempo, será una historia caracterizada por la violencia. Hoy por
no perder la costumbre, nuestra existencia se caracteriza por la inestabilidad.
Nos quejamos. Nos manifestamos. Conseguimos pequeñas victorias. Pero sigue
vigente la maldición que Dios pronunció contra la Tierra por el pecado de Adán.
Se nos concede el derecho al pataleo, pero la maldición sigue en pie. No se ha
debilitado ni lo más mínimo. Falsas religiones proliferan que confunden a los hombres. Guerras y rumores de guerras
nos asedian. La maldad en sus diversas manifestaciones se pasea lozana entre nosotros.
En vez de patalear para no conseguir nada provechoso deberíamos sentarnos y con
tranquilidad reflexionar si ello tiene
algún significado. “Cuando estas cosas
comiencen a suceder, erguíos, y levantad vuestra cabeza, porque vuestra
redención está cerca” (Lucas 21: 28). Jesús narra una parábola que nos
instruye: “Mirad la higuera y todos los
árboles. Cuando ya brotan, viéndolo, sabéis por vosotros mismos que el verano
ya está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas,
sabed que está cerca el reino de Dios” (Lucas 21: 29-31). Así que los
cataclismos que nos zarandean a su gusto no tienen por qué ser motivo de
desánimo. Nos recuerdan que el reino de Dios se acerca y con su venida el fin
de todo aquello que nos perturba. Jesús en diversas ocasiones alerta a que
permanezcan vigilantes porque el reino de Dios no vendrá acompañado de bombos y
platillos para despertarnos de nuestra soñolencia. Lo hará de manera inesperada
como lo hace el ladrón que entra en nuestra casa para desvalijarla.
Siempre tenemos que estar en alerta para
que no nos suceda lo mismo que les ocurrió a aquellas vírgenes necias que no
estaban preparadas para recibir al esposo. Mientras fueron buscar aceite para sus lámparas el esposo
llegó y entrado en el salón de la cena con las vírgenes prudentes, se cerró la
puerta. Las vírgenes imprudentes que no se prepararon para la venida del
Esposo, al regresar de ir a comprar aceite para sus lámparas encontraron
cerrada la puerta que daba acceso al salón donde se celebraba el banquete.
Golpearon con fuerza a la puerta. Ésta no se abrió. Desde el interior oyeron
una voz que les decía. “No os conozco”.
Si no desmayamos seremos salvos y, en el día de la resurrección entraremos en
el reino de Dios anunciado por el profeta Miqueas. Así que, el mal tiene un
límite. Los que se convierten en ciudadanos del reino de Dios por la fe en
Jesús, el Rey de reyes y Señor de señores gozarán eternamente la paz de Dios.
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